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144 podido nunca separar la idea de Dios, de la idea del premio o del castigo, como si lo uno fuera consecuencia de lo otro. Por eso la creencia en el infierno se encuentra lo mismo en la India que en Egipto, lo mismo en Persia que en China, lo mismo en Oriente que Occidente. Tomará distintas formas, se envolverá en un ropaje de fábula o de leyenda, pero en el fondo, siempre se encuentra el castigo como sanción de la vida culpable. Recuerde a Leteo y Aqueronte, ríos del infier– no por donde Carón dirige su barca fatídica cargada de almas quejumbrosas. Recuerde a Minos y Radamantos, jueces del Averno. A veces esas penas son producidas por un gusano que nunca muere; por un buitre que arranca a pedazos el híga– do del infeliz Ticio. A veces es Teseo condenado a inmovili– dad eterna o Sísifo que sube la pendiente abrupta de la mon– faña cargado de un enorme peñasco, sin poder nunca llegar a la cumbre, o Tántalo que agoniza de sed sin poder tocar el agua que le llega a los labios. ¿Quién no recuerda aquellos versos de Virgilio que pare– cen martillar al pobre condenado: Sedet, aeternumque sedebit lnfelix Theseus (!) y aquellos otros de Ovidio que imitará más tarde el inmortal florentino: Sisiphon aspiciens, cur hice fratribus, inquit, Perpetuas patitur pcenas? (2) El mismo poeta Virgilio, después de hacer una descrip– ción espeluznante del Averno, que así llama él al infierno, ex– clama desalentado: Non mihi si linguce centum sint, oraque centum Ferrea vox omnes scelerum comprehendere formas, Omnia poenarum percurrere nomina possím. (3) ---- (1) Y allí está sentado el infeliz Theseo y lo estará eternamente. (2) Mirando a Sísifo pregunfo: ¿Porqué sufre éste ese castigo eterno? , (3) Aunque tuviera cien bocas y cien lenguas, aunque mi voz fuera resistente como el hierro, no podría contar todas las formas de castigos que allí hay, ni decir todos los nombres de los crímenes que allí con- ducen. ·
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