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122 que no responde a ninguna necesidad ni individual ni ¡;ocia!, antes bien está amasado con. las lágrimas y la desesperación de los que cayeron en sus redes, son condenaciones que no encuentran eco en la conciencia metalizada de muchos ricos. ¿Porqué echar pues la culpa a Dios de los abusos que come– temos los hombres y del poco ca.so que qut::remos hacerle? Tampoco es cierta la queja de que unos gozan y otros sufren, de que unos ríen y otros lloran. Esto son exageracio– nes «pour la galerie-, como dicen los• franceses, y creo que Vd. tiene ya bastante edad, para no hacer esta clase de ob– jeciones. Pero ¿Vd. cree que los ricos ríen y gozan siempre? ¿No ha oído aquelló de Si a cada uno en la frente, le pintaran su aflicción, ¡Cuántos que nos dan envidia, nos darían compasión! ¿No sabe Vd. _que cuando Luis XVI estaba ya prisionero en la Bastilla, en vísperas de ser guillotinado, una mujer del pueblo se acercó al Delfín, que jugaba a las puertas del Pala– cio y le pidió una recomendación, diciéndole: «¡Oh niño, si me lo consiguieras, sería feliz como una Reina!-¿Como una Reina?-contestó el Delfín.-Yo conozco una que no hace más que llorar.» La felicidad no está en las riquezas. Si así fuera no habría ricos desgraciados y los hay a montones. No hace feliz el tener mucho, sino el desear poco, que por eso dice el poeta: «Sabio es aquel que la pasióTJ modera, Refrena los deseos, como dóciles Caballos de una olímpica cuadriga Y huye del vulgo.» Y de estos sabios cada día hay menos, porque todos que– remos vivir y aparentar más de lo que somos, sin hacer caso del consejo que da Sancho Panza, «que no hay que estirarlas piernas, más de lo que da la sábana», y de aquí los descanten-
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