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88 H. P. SILVEH.IO DE ZOHITA les, sino que es preciso, antes de elegirlo, probarlo y com– probarlo, y aun así no es fácil que la elección sea per.– fecta. La última palabra No quiero dar fin a este capítulo sin decirte algo sobre cómo te has de conducir con tu director una vez que lo hayas elegido. Ya tienes tu director, santo, sabio, prudente y experi-_ ment'.ldo. ¿Qué te toca hacer a ti? ¿Tu trabajo se ha de reducir únicamente a ir cada cierto tiempo a su confeso– nario, decirle tus miserias de cada día escuchar su exhor- tación y... hasta otra? ' No, amada joven. S.i has pensado que eso es tener di rector espiritual, estás en un gran error y te expones a perder y hacer perder miserablemente el tiempo. También tú tienes tus obligaciones. Y en primer lugar has de ser para con tu director: Dócil. Te dij e al principio de este capítulo que el director es– piritual era, en primer lugar, Padre. Pues si así lo crees, trátale como a tal. Obedécele en todo, por muy enojoso~ que te parezcan sus mandatos: Sólo de esta manera saca– rás el provecho necesario. Pero evita un escollo. Docilidad no quiere decir acep– tHción ciega. No. Puedes exponerle tus dificultades, tus puntos de vista. Esto no es vanidad, ni falta de humildad. En principio será él quien lleve la razón, pero hay ocasio– nes en que, o por no haber hablado tú suficientemPnte claro, o porque él no entendió vió el planteamiento del problema, te aconseje equivocadamente. Entonces con sen– cillez, con sumisión, expónle tu criterio, y luego atente a su juicio. Los santos hicieron esto, y sus vidas están lle– nas de esta especie de diálogo que hace tan amables a director y dirigido. Modelos de esta santa libertad los te– nemos en e) capuchino Beato Diego José de Cádiz y su di– rector el P. González. Fruto maduro de la docilidad es la sinceridad. Cuesta a veces ser sinceros. ¿Quién lo duda? Y tratán– dose de jóvenes, más aún. ¡Cuesta tanto descubrir a otro

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