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perdón, y su merecido castigo es qnedarse sola parü siempre. Si es mujer casada, la tragedia toma caracteres do desastre. El marido no puede salir ele casa ;:;in antes ser sometido a un riguroso interrogatorio en el que se le ha cen pregmltas absurdas y llenas de malicia. Cuánto tiem-– po va a tardar en volver; si en casa de los amigos hay alguna mujer joven y bien parecida: si habla con otras mujeres de cosas que ella no podría oír... Y si un día, por cualquier causa, el marido llega un minuto después del previsto por ella, lhwven las indirec. tas picantes, los silencios prolongados, las tristezas in– justificadas y hasta las lágrimas. La esposa celosa es la mayor desgracia que puede su ceder a una familia, pues ni ella es feliz, ni deja quv los demás lo sean. Es fuente de disgustos, dP n:ncores. de escándalos, y hasta es capaz de terminar todo ello en el crimen. De Ariadna, mujer del emperador Zenón, se cuenta que, en un arrebato de celos, Pnterró vtvo a sn es poso creyendo así vengarse. Aquí tienes, amada joven, el cuadro sombrío de la mu– jer celosa.. Mírale una y otra vez para aborrecerle y parn no dejartP prender en las redes de tan degrndantt: vicio, Celo santo Existe, empero, un celo santo, y es el que impulsa. realizar grandes obras, o a defender los intereses de la persona amada. Este celo es recomendable. El que no cela, no ama, decía San Agustín. Ejemplo del primero lo son esos héroes del cristianis– mo y de la patria que han dejado en el mundo obras in mortales de caridad y de altruismo. ¿Quién no va a ala– bar, por ejemplo, el celo de un San Vicente de Paúl, de un San Juan Bosco, de un Ponce de León, y de tantos otros bienhechores de la humanidad? También el que defiende los intereses o el honor d€ una persona es celoso con ese celo santo que es alabado en los Libros Sagrados.

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