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R P . S I L \" E I t l O 1l I•: Z O H I T s\ Si pudiésemos ver a la mujer como la ve el espejo, se– ría cosa de echarse a reir. ¡Qué de gestos! ¡ Qué de cam– bios de postura! ¡Qué de miradas estudiadas! ¡Qué de vueltas y revueltas para complacerle! Joven, eres vanidosa porque eres mujer, y la vanidad es quizá uno de tus mayores defectos. Este apunta en la flor de la vida; los demás tardan en salir al exterior. A las pruebas me remito. Apenas la nifi.a comienza a tener uso de razón, y aún antes, gusta de colocarse bien visible cuando viene a casa alguna visita, y la gusta que la digan que está muy guapa y que se lo repitan con fre cuencia. Se preocupa de que se la peine bien, y se la pon– ga. el vestido más llamativo, y hasta llora si ve que otras niñas de su_ edad visten mejor que ella. Más tarde no es sólo el vestido lo que la preocupa, son ya los z lpatos, las alhajas, aunque sean de bisutería, y llegados los aüos de la adolescencia la vanidad se enseñore:.1 de su corazón. La niña, así la llaman aún en casa, trata de copiar algunas cosas de las mayores. Habb con sus amigas c!e vestidos, de diversiones y hasta de muchachos, todo ello con cierta seriedad. A esta edad la joven se cree con derecho a todo y por eso de todo habla, de lo que sabe y de lo aue ignora. Su principal objeto de vanidad son las labores. los es. tudios, las profesoras del colegio, las riquezas «fabulosas , del papá y las amistades (,excelentes de la mamá. Es la época de la vanidad empalagosa. La propia adoración ¿Y qué decir cuando la jOVt'n llega a los dieciocho afi.os? Entonces es cuando la vanidad llega a su máximo desarrollo. Es necesario atraer al hombre y para ello no S" escatima ni un solo tanto. Por eso es de ver lo ridícula y lo cursi que se pone. ¿Y de qué presume? ¡De ella misma! Para ella no exis. te en el mundo un ser más interesante que ella. Ella E'S su ídolo y ante él quema gustosa el incienso de la vanidad. Desearía para sí un altar y un cantor que celebrase su

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