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2fi !l. P. 81LYI◄:Rro DlD ZOHIT,\ yo no lo soy. Ella vivió en un co~wento y yo tengo q~ie vi– vir en medio del mundo. Perfectamente. Pero ya te he dicho antes que para ser piadosa no es necesario entrar en U'J. convento, ni t'· m– poco ser santa canonizada. ¿Crees que sólo los santos ca– nonizados han sido piadosos? Lo fueron Lunbién esos mi– les y millones de bienaventurados que no están en los al– tares, pero que están gozando de Dios en el cielo. No creas que a ellos la piedad les fué una cosa infusa. Fueron de car– ne y hueso como lo eres tú. Y algunos muy de carne y hue– sq_, como San Agustín, y San Pablo, que decía: «Por lo cual para que yo no me engría, me fué dado el aguijón de la carne, el ángel de Satanás, que me abofetea, para que no me engría.,, Para los santos la piedad fué tan difícil, y a veces más, que para cualquiera de nosotros. El devoto sexo femenino Además, ¡ la piedad es tan nropia de tu sexo! ... Es algo tan bien parecido en la mujer que, cuando hay una que no es piadosa, llama la atención. Y es natural. La ter– mira del corazón de la mujer, la delicadez:1 de todo su ser es muy a propósito para ejercit'.lrse en esta hermosa virtud! ... Mira a tu interior, a los anhelos más íntimos de tu alma, y te convencerás de que la piedad es virtud por antonomasia femenina. Tu misma debilidad exige la eficacia de la piedad. Por ser naturalmente inclinada a la sumisión y a la de– pendencia, la piedad te es necesaria. San Pablo dejó es– crito que la piedad es útil para todo. ¿Y quién duda que en las distintas preocupaciones de la vida de la mujer la piedad es siempre el mejor asi– dero, la única tabla de salvación a que puede acudir? El hombre se cree lo suficientemente fuerte para salir vic– torioso por sí sólo de todos los contratiempos de la vida; en cambio la mujer las más de las veces, no tiene otra <estrella a quien dirigir los ojos, llenos de lágrimas, que la 17;strella de la piedad. Cuando quiere buscar colocación en la vida; cuando

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