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P. Eusebio Villanueva No, no...! tantas veces NO! Acudir a los centros sociales, eclesiales o a las personas... y la desalentadora negativa en el gesto o la palabra o el silencio. Me estremece, en el silencio de esta noche, mientras ellos duermen, pensar que en otros sitios y a otras cadenas yo he puesto a veces eslabones de «noes» ... Entonces ¿qué hacer? Tener en la Fe y la Esperanza los dos extremos de la cadena de la Caridad, que humanamente parecen imposibles a juntarse. Que ¿cuáles son esos dos extremos aparentemente contradictorios? Ellos se expresan en palabras del Evangelio, en palabras de «Buena Noticia». Este es el primer extremo de la cadena: «Yo tuve hambre y me has dado de comer. Yo tuve sed... Yo era extranjero, ... desnudo, ... enfermo... prisionero y tú viniste a verme» (Mt.25-46). Y aquí está el otro extremo de la cadena: «Dichosos los pobres... dichosos los afligidos... dichosos los perseguidos... Regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt. 5). El Espíritu que me habla de compartir mi pan, es el mismo que me dice que Dios es mejor que el pan. El Evangelio no es un manual de economía. Y sin embargo nos manda dar de comer «a uno de estos pequeños» bajo el riesgo de perder el Pan del cielo. Los potentados de este mundo, que le impiden satisfacer de bienes a los hambrientos, Dios los destronará y elevará a los humildes. Nosotros no tenemos que escoger entre el «pan de cada día» y el «pan del cielo». Debemos pedirlos y compartirlos los dos. De lo que estoy seguro, es que Dios quiere alimentar a sus hijos ya en este mundo, y que es imperdonable quitarlos el pan de la boca. Toda clase de «pan» imprescindible para existir con la dignidad de un ser humano y de un hijo de Dios. De lo que yo estoy seguro, es que Dios nos bendecirá si sabemos tener hambre con aquellos que tienen hambre. La caridad es «estar con ... » De lo que yo estoy seguro, es que no es «comercio de opio» hablar de Pan del cielo a los pobres y a los pequeños. Cuando antes se ha compartido el otro «pan» de la vida. En estos tiempos que corren, es urgente recordar que es el derecho de Dios a tratar bien en el otro mundo a sus hijos que nosotros maltratamos en este mundo de aquí. La Historia no registra más que las palabras y los gestos. No registra el silencio. Y, por tanto, es el silencio el que da el peso de todas las cosas. Los silencios de Dios ni nos preocupan, pero es cuando Dios pesa el valor de las vidas y los destinos que nosotros las damos. De servicio o de «autoservicio». El, desde luego, no vino a ser servido, sino a servir y empeñarnos en la tarea. Es, justamente, la 1 de la mañana ya, cuando llama a la portería del Albergue un joven: - «Mire, no tengo dónde ir y estoy sin dinero. En la calle ya no se puede aguantar más. Hace un frío de perros... » Las gentes se enferman desde arriba como las plantas. Se pierde la cabeza y los restos van detrás. Y me causa tristeza ver a jóvenes que caminan peligrosamente por los bordes de los acantilados: la droga, el alcohol, el paro, la falta de formación, la delincuencia o cualquier otro de los atrayentes desfiladeros... Dice un refrán chino que «el mundo es como un mar cuyas riberas son el corazón del hombre». La 90
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