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P. Eusebio Villanueva de morral, sacado del pectoral, de junto a su corazón, del reconocimiento de que era un don, un regalo que Dios le hacía en el «otro» ... Hemos jugado mucho con las palabras «amor» y «hermano». Las hemos universa– lizado y abstraído. Las hemos acunado con nuestra imagen, como moneda de calderi– lla y se nos han devaluado. Un gran sentimiento de»amor» universal puede ser -lo es tantas y tantas y muchas más veces- un señuelo que impide reconocer al otro que vive a tu lado, en tu misma casa o barrio. Como aquella beata que sentía hasta las lágrimas más doloridas que Jesús nació así, padeció tanto y murió por ella, y la enojaba interiormente pensar que había muerto también por los demás. Su fe es una fe posesiva y sustitutiva. Y la frater– nidad una ocasión para ejercicios de su caridad limosnera. Y «fraternidad» puede serotro término que se reduce a eso, a una palabra terminal, a una expresión de la que se presume. Se han devaluado las palabras porque se las ha quincalleado. Porque han prevalecido en la realidad otras muchas cosas sobre el «amor» y el «hermano». Hoy se la usa y abusa por todos los horizontes religiosos– políticos y raciales... no por eso hay más fraternidad en el mundo. Llamarse «hermanos» y seguir ignorándose concienzudamente. Sin que el otro importe nada así en la tierra como en el cielo... a puertas cerradas dentro y fuera. ¿Puede el hombre de hoy seguir creyendo en la fraternidad, a pesar del desgaste? Puede creer en ella sólo sobre el terreno, la inmediata, la que toma partido cotidiana– mente. Los bellos discursos edulcorantes sobre la fraternidad, alimentan la somnolen– cia y la pereza. El paso ateo del no creer al no actuar... Sabido es que muchos palabreros discursean para no tener que actuar. Envolvien– do la miseria en paternalismos vacíos. Puede llegar a ser la palabra «hermano» una devoradora del hombre concreto, de carne y hueso. «Cualquier persona» no se en– cuentra en el fin del mundo. No, está junto a tí. Es ese hombre o mujer que voy a encontrar hoy, al que sentiré una atracción espontánea, igual que el samaritano, sin que medie entre los dos una ideología o una espiritualidad. Tenemos que vivir cada día la fraternidad inmediata. Hacerla próxima. Arrimar ca– lor y escucha. Sobre todo escuchar para buscar juntos. Tenemos viejos hábitos, rutina– rias maneras de comportamiento. Hemos hecho de la escuela y de la Iglesia «un mun– do de respuestas». Cuando debieran ser «un mundo de preguntas», de búsqueda... de esas preguntas que toda vida es y plantea. Aunque a veces esas vidas marginales parezcan un silencio sin profundidad, baldío como una pared.... Y, cuando se llega a cierta edad, el peligro del desencanto, del «no merece la pena», del mirar pasar la vida con los ojos dormidos hacia fuera, recordando, anorando... Un cristiano no puede callar su fe y sus cosas tanto tiempo. También aquí hay que repensar la fe, recrearla nueva, sin tiempo de envejecer y entonces ese «amor» y esa «fraternidad» serán en nosotros capaces de pegar fuego a un río. No puede ser de otro modo. La fuerza de su indestructible «fraternidad» es nues– tro Dios... Y El siempre es nuevo y lo rehace todo nuevo... La fraternidad la pueden de– valuar, romper, desterrar. Pero vuelve a recomponerse de los fragmentos, cada vez más viva y más necesaria... Hoy en el mundo asistimos a ese doble movimiento de marea y contramarea. Por eso a este mundo de hoy hay que acercarse con ese preocu– pante lenguaje radical de los « hechos fraternos». De las palabras y teorías «fraternas» están escaldados y muchos hasta vacunados. 58
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