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P. Eusebio Villanueva Y... algo inesperado. Un muletada de pierna renga sentado y leyendo. Arrugando su entrecejo de saltamontes y olvidándose de que habla mundo... - Qué ¿leyendo? - Pues sí, me gusta, aunque no lo sigo muy bien... Miro, y es «La Isla» de Aldus Huxley. Me quedo con ganas de seguir hablando de la novela, de él y su afición... Pero él se orilla en su lectura, se aisla en su desconfianza y no me regala ni su nombre personal. Hace una figura recia. Lo que ha perdido de altura se le ha ido a los costados. Pelo largo, ligeramente saturnino y mostrando unos brazos de vello jabalina. Parece de lejos, de donde no se sabe... De vuelta a casa voy recordando por las calles. Recordar es volver a pasar por el corazón. Las mismas calles de hace 25 años, cuando yo las recorría camino de los Astilleros a mi trabajo. Y seguía el mismo trazado que ahora. ¡Cuánto recuerdo en mi almario! A veces la añoranza es exceso de vejez. Ahora no. Pienso que es reconocerse, verse, en el mismo «camino» y bien orientado. Tantas cosas, tantas alegrías, tantos problemas, tanta utopía de la fe y de una vida más justa para todos. Hay recuerdos que se quedan fijos como tatuajes y que dan fe de vida y son señas de identidad. Bueno todo ello, para sopesar los días y valorar el pasado. Bueno todo ello, porque hace la vida llevadera, como el mirar trabajar que ocupa a esos jubilados ante la dragadora del muelle con sus trabajos de fondo... Uno qué más quiere en esta canija vida que sentir– se bienvenido... aunque sea a los recuerdos. Mira a esa pareja de tórtolos currucucú besándose y abrazándose en el banco y ante el mar y el «no hay vergüenza» de las beatas. Amándose 1Oaños mayores que su edad. ¿Amor que apura, no dura? Eso dicen, no sé... Es la vida que sigue y se transmuta. Hacen lo que se les pegue su regalada gana. Y qué alegría por un Dios así de grande que deja creer en el amor, como a A. G. Becquer por una sola mirada... De sopetón, en plena calle, me encuentro con uno del Albergue, que me pone la mano en el hombro y me dice sonriendo: - ¡Hola jefe! - ¡Hola compañero! Ya no caigo, despistado que soy, como cuando comencé mi vida laboral de obrero allá en Bruselas. Respondí al «¡Hola jefe!» con una excusa: - No, yo sólo soy un mandado, un empleado a la distancia, peón de servidum– bres... Ese saludo es de simpatía y de aprecio cordial. Es igualitario. Entonces comprendí que entre obreros lo importante y directo no son las palabras, sino la intención, el sentimiento, el gesto o el silencio. Y ese es el contenido que hay que sacar de las palabras, que sólo son un más o menos primoroso envoltorio como el de los carame– los. Pero lo dulce, lo sabroso, es el caramelo. Las mismas palabras no siempre dicen lo mismo, «cambean» según quien las diga y el porqué las diga. Las palabras son las cáscaras a desprender y dejar caer. Para que quede a la vista el fruto, el corazón, el compañero de viaje en la misma galera en la visible e invisible singladura. Un perro errante husmea las esquinas en los soportales de la calle san Esteban. Le seguía la recelosa mirada de puñal de un gato golfo... Ante los ojos «pintadas» subversivas escritas en las paredes del Ayer... 26
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