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frecuentado gran cosa los centros industriales, les puedo citar casos como éstos: Visitaba casualmente cierta fábrica del Levante español. El trabajo, en un ambiente sucio y con un ruido horrible, era francamente duro. Y en medio de aquel ambiente difícil me llamó la atención cierta señora. Aquella mujer, mientras trabajaba con sus manos, tenía jun– to a sí una niña pequeñita... Lo demás se lo puede usted figurar. Y en otras muchas regiones de España-y del mun– do-supongo que escenas tan poco laudables como éstas no serán infrecuentes. La mujer casada tiene que trabajar en más de una oca– sión en las duras condiciones que preceden. Será porque el salario del esposo es insuficiente o será por lo que sea, pero el dato es innegable. Y bien: ¿cuál es la posición de la Iglesia frente a esta cuestión? La que con toda claridad puntualizaba Pío XI. "Que la madre-escribió Pío XI-, a causa de la escasez del salario del padre, se vea obligada a ejercitar un arte lucra– tivo, dejando abandonados en casa sus peculiares cuidados y quehaceres y, sobre todo, la educación de los hijos peque– ños, es un gravísimo abuso que con todo empeño ha de ser extirpado." Lo que dice el Papa, en resumen, son estas dos cosas: que la misión de la madre debe girar en torno al hogar y que tiene derecho a una existencia digna. De aquí se sigue, sin forzar absolutamente nada los textos pontificios, y como una consecuencia lógica, que el esposo deberá percibir suficiente dinero para sacar adelante a los suyos, o en otras palabras: que deberá existir el salario familiar. Esta es la doctrina de la Iglesia. El quehacer de la madre está naturalmente deli– mitado por las paredes de su hogar. Debe, por tanto, el es– poso aportar aquella seguridad económica que haga posible esta vida "casera" de la madre; seguridad que, en muchos casos, únicamente se logrará con un salario familiar ade– cuado. Pero existe una tentación para la mujer que se casa. Cuando todo el mundo se ha lanzado tras la búsqueda de un nivel de vida elevado, o mejor, de un confort a toda prue– ba, es difícil con una laudable mediocridad. La esposa quizá sienta la tentación, quizá piense en ciertos lujos, posibles únicamente explotando sus propias fuerzas. Los obispos alemanes, en la Carta aludida, toman posi– ción frente a ese posible razonamiento. Dicen ellos: "Un

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