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PADRES. ~!A!JHES. ESPOSOS 75 amor permanente de los hijos. Porque lo otro, sí; la ale– gría pasajera que nace a la sombra del permiso conseguido o de la trastada tolerada, sí que se obtiene tras la claudi– cación. Pero-reincido-a ningún padre con dos dedos de frente le debe interesar esa risa facilucha del hijo consen-• tido. Lo que se intenta-lo que se debe intentar-es algo muy distinto. Se pretende conquistar el cariño fuerte y per– manente de los hijos. Que cuando pasen los años, el niño -transformado ya en hombre-continúe recordando, con amor y admiración, a quienes le dieron la vida. Pero el ca– mino más recto para no conquistar nunca esa meta es con– ceder a los hijos todos sus caprichos. De un niño consentido sólo puede salir-salva la excepción-un adolescente dísco– lo y un joven alocado, reparón e irrespetuoso. Los ejemplos que demuestran que esto es así sobran. La vida los prodiga en abundancia tal, que son patentes hasta. parn el mas miope. Por ahí andan en multitud de familias hijos inaguantables, auténticos torturadores y destructores de la paz de su hogar. Y aquí habría que llegar para explicar muchos de esos casos. Hicieron lo que se les antojó de niños, y de jóvenes, de persona:; mayores, quieren continuar haciendo lo mismo. Y hasta cierto punto son lógicos. Si de niflos campearon a sus ancnas, ¿por qué no de mayores? Al fin-piensan ellos, siquiera sea implícitamente-, mejor sabe lo que hace una persona de veinte años que un crío de apenas seis. Y en esto -hasta cierto punto-tienen razón. Si los padres les con– sintieron todo de niüos, es claro que de jóvenes también de– berán tolerárselo todo. Sólo que el argumento parte de un supuesto vicioso e in– admisible. Aunque muchas veces ese supuesto sea real y verdadero en el proceder de más de un padre. Los padre:; no deben permitir todo a sus hijos. Por multitud de razones. Hoy únicamente les apunto a ustedes una: porque con ello no se granjean ni la admiración ni el cariño de los hi– jos. Sucede más bien lo contrario. Los hijos aborrecen fre– cuentemente, o miran con manifiesta indiferencia, a unos padres que no fueron capaces de formarlos medianamente bien. Y lo contrario: se encariflan cada vez más de unos padres que fueron razonables, sí; pero también justos, in– quebrantables y fuertes cuando la ocasión lo aconsejaba. Esa absurda batalla, que no es raro se plantee en de-

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