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«CARIÑOS QUE MATAN» Es natural. El padre goza con el cariño de los hijos, de sus hijos. Y ello está bien. Andan de por medio instintos y leyes naturales. También positivos preceptos divinos. Muy bien, pues, que los papás disfruten en el cariño de sus críos. Hasta aquí todo va bien. La estampa burguesa de un padre feliz, rodeado de media docena de niños que ríen, nos place. Y la miramos con simpatía. ¿Por qué no? Pero verá. Hay aquí-en este tema-una lección sabrosa, quiero decir, interesante. Vamos a subrayarla. Está bien ese afectuoso disfrutar con los hijos. Ya lo hemos dicho. Pero hay momentos en los que ese cariño debe estar ocultado bajo una capa de seriedad, o tal vez de du– reza. No es la dureza por la dureza. Tampoco la seriedad por la seriedad. Pero ambas cosas son prácticamente inevi– tables en determinadas circunstancias y momentos de la vida. Por lo demás, no son sino formas pasajeras, exterio– res, esporá"dicas. Lo permanente, lo verdadero, es lo otro: el amor grande hacia los propios hijos. Pero, reincidiendo en el pensamiento, a veces el cariño debe ir por el fondo, mientras que en la superficie es con– veniente aflore la seriedad, la corrección, el enfado. Termina Molina. El niño ése no nace educado. Ni respetuoso. Ni sabio. Todo lo contrario. El niño nace desnudo en un sentido mucho más hondo que el meramente corporal. Nace sin nada. Y hay que vestirle el cuerpo. Y sobre todo el alma. Hay que moldear en su alma, sin estrenar, multitud de formas y de actitudes.

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