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SCCE!JltÍ EX LA Tl,mHA Pensarán-usted les enseüó a discurrir así---que son una gente indeseable, con pocos escrúpulos de conciencia. Pero usted se equivocó lamentablemente, se equivoca garrafalmente siempre que pronuncia frases, ante sus hi– jos, contra quienes ostentan alguna autoridad. Porque us-– ted dice: los gobernantes, y las monjas, y los frailes ... Y sus hijos universalizan: los gobernantes, y las monjas, y los frailes, y... papá y mamá. Todos los que mandan-conclu– yen sus hijos-son iguales; todos los que mandan son dés– potas, gente que abusa de su puesto. Con lo que usted, ade– más de deformar la conciencia de sus hijos, sale perdiendo al destruir con sus críticas el principio de autoridad. Luego no se extrañe si el día menos pensado el niño, ante una co– rrección de usted, le espeta en plena cara: "Me quieres dejar en paz, papá ... " Pongamos más casos: Dice Dios: "Honra a tu padre y a tu madre." En el ca– pítulo veinte del libro bíblico llamado Exodo figuran literal– mente esas palabras pronunciadas por Dios. Es cierto. Us– ted quiere que sus hijos honren a su padre y a su madre, es decir, a usted y a su señora. ¡No faltaba más! Sólo que frecuentemente obra como si tuviera interés en lo contra– rio. Lo digo porque a veces hace cosas totalmente contra– dictorias con lo que Dios quiere, y usted parece querer tam– bién. Verá. Me explicaré: Es un día por la mañana. Usted se levanta de la cama, no reza a Dios ni a la Virgen porque no se le antoja, exige a su esposa que le ponga el desayuno de prisa, terminado éste, coge la gabardina para marcharse. Pero nota que dos botones-los que quiere abrochar precisamente-faltan de la gabardina. Y dice, con gesto poco familiar, a su esposa· "Ponme estos botones... , rápido ... , que no tengo tiempo para perder." La esposa se pone nerviosa por el gesto y las prisas de usted. Y en un tiempo, microscópicamente corto, le de– vuelve la gabardina. Usted se la pone e intenta abrocharla. Pero los botones, cosidos a gran velocidad, no ajustan por caer un poco más bajos de donde deberían estar. Y usted, marchándose, grita a su sacrificada mujer: "¡Desde luego, no sirves para nada!" El hijo, que salía de su habitación, oyó perfectamente esas palabras de usted, airadas e injus– tas. Oyó también el portazo que usted dio al salir de casa. Claro que usted no pensó para nada en su hijo en aquellos momentos.

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