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PADRES, l\!ADRES. ESPOSOS fll que esto se olvida a veces; sucede que los padres-algunos padres-, con buena intención, pero erradamente, quieren encasillar a sus hijos en los moldes que les sirvieron a ellos. Ellos, los padres, advierten que los tiempos han cambiado. Y algunos, siquiera sea inconscientemente, concluyen: luego los tiempos actuales son malos; en el mejor de los casos, no tan buenos como los tiempos pasados. Y si no con las palabras sí con los pensamientos argumentan: hace cua– renta años las costumbres de los niños de catorce años eran buenas; pero los niños actuales tienen costumbres muy dis– tintas de aquéllas. Luego las costumbres de los actuales ni– ños de catorce años no son buenas. Y esto, no, amigos. Su raciocinio concluye demasiado. De que las reacciones de sus hijos disten mucho de las de usted cuando tenia la edad de ellos; de que sus costumbres en sus respectivas infancias difieran bastante, no se sigue que usted estuviera en lo justo y sus hijos anden equivocados. Tal vez sea así; tal vez sus hijos sean díscolos a una edad en la que usted era un santito. Pero afirmar que ellos se equivocan porque no pro– ceden de forma idéntica a como lo hacía usted a su edad es, insisto, concluir demasiado. Lo único que de ahí se sigue es esto otro: usted y sus hijos pertenecen a épocas distintas. Y basta. Nada más que eso: son distintos, no son, compa– rativamente, ni mejores, ni peores. Podrán ser peores; tam– bién mejores. Eso es-como dirían nuestros labradores de campoE:-harina de otro costal. Habría que examinarlo de - tenidamente. Pero en ese examen habría que partir siempre de este reconocimiento que es fundamental: que los hijos difieran de los padres no significa nada en relación con la bondad o maldad de su vida; prueba únicamente que son di– ferentes, distintos. Pero ser distinto no es sinónimo de ser peor, ¿no? Y bien: esto, amigos, es fundamental. Es básico entender que distinto no equivale a mejor o peor. Vamos a bajar al terreno de los ejemplos donde esta doctrina se hace diáfana. Usted, señor, no usó corbata hasta los quince o los veinte años. Entonces, por los años veinte o treinta de nuestro siglo, era eso lo normal. Ni usted ni ningún otro niño de diez años se sublevaban porque en su ajuar no aparecía la cor– bata. Y hubiera sido de una ridiculez y cursilería extrema si le hubiera dado por aparecer en público luciendo una im– pecable corbata. Pero aquello pasó y hoy pecaría usted, también de ridiculez y cursilería, si se asustase porque su

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