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l'l"EBLOS. ALDEAS 1()3 pigas. A lo mejor a su vera hay unas soledosas y carita– tivas encinas plantadas para dar sombra a los devotos. Tal vez una fuente diminuta ponga una nueva nota de cla– ridad al paisaje transparente de la vieja meseta española. Formando rincones románticos, o abriéndose al horizonte sin fin de Castilla están ellas, las ermitas, como un reclamo de lo trascendente, como un signo más de la fe irrompible de nuestros curtidos campesinos. Sólo que a veces estas ermitas han desorbitado su im– portancia. Se han saltado a la torera puestos y se han plantado en el primer punto de la clasificación. Es-sucede aquí-como en fútbol: un equipo, sin historia y sin figu– ras, no es raro llegue a la "final de copa", y tenga en jaque a un conjunto de renombre y consagrado. La Virgen de la. ermita-o San Cipriano, o la Magdale– na-han desplazado a Dios. En la devoción sencilla de mu– chos aldea.nos así ha sucedido de hecho con frecuencia. No es que teóricamente dejen de pensar que lo primero es Dios. Ellos saben y creen en esta verdad funda.mental: lo prin– cipal es Dios, Dios es el principio y fin de todas las cosas. Pero luego, en la práctica, prescinden de esa consideración. Sistemáticamente incurren en un error de perspectiva y prescinden de lo grande para refugiarse en lo pequeño. Y así, en la ermita habrá de todo: exvotos que aluden a un milagro, rostros doloridos que piden un favor, cánticos fá– ciles llenos de gozo, aire alegre de romería popular. Y cuan-– do el cielo no llueve o cuando las nubes amenazan arrasar una cosecha con sudores, los ojos suplicantes de los labra– dores se volverán esperanzadores hacia la ermita. Y cuando el hijo enferma la madre promete ir descalza al pequeño santuario. Y cuando ... , cuando cualquier hecho haga vibrar la fibra religiosa más sensible del alma de nuestro pueblo, ellos-los habitantes de la aldea-mirarán como a su oriente a la ermita diminuta del lugar. ¿ Y Dios?... ¡ Es una cosa tan grande Dios! Dios no ins– pira confianza-para la gente sencilla-por su misma gran– deza. Tal vez sea ésta la razón de ese irse en peregrinación -de cuerpos y de almas--a la ermita vetusta y distante o al altar del santo milagrero de la región. Pero el hecho-sea cualquiera la causa que lo produzca– está ahí. Un hecho que innegablemente es recriminable. Y hay que dejar constancia de él. Mas ese despiste espiritual, ese error visual, hay que co-

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