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1G2 SUCEDIÓ EK LA TIERfü, les congelan. Ellos, nuestros pueblos, creen. Por encima de todo, cobijando y dando sentido a las mieses, a las casas y a los hombres de nuestras aldeas, está la iglesia parro– quial aupando hacia el cielo la fe de unas almas que creen profundamente. Esa torre que se asoma tras la cima de todos los ribazos castellanos es una realidad y un símbolo esplendoroso y esperanzador. Pero a esa fe de nuestros pueblos se le puede poner ciertos reparos. Yo creo que sí, que ellos creen hasta la medula del alma. Pero me parece que a esa fe aldeana se han adherido ciertos posos impuros que piden un drenaje a fondo. No voy a intentar aquí un diagnóstico exhaustivo, una ficha clínica completa. No lo pretendo en absoluto. Sólo voy a intentar apuntar unos datos reveladores. Existe, en primer lugar, la desjerarquización de cosas, el no colocar a Dios, a la hora de vivir la religión, en su legítimo puesto. No es que esto sea exclusivo de los pue– blos; de ninguna forma. También el habitante de la ciudad, con frecuencia, olvida a Dios y ora a los santos. Cualquiera ha visto a esa señora elegante que entra en la iglesia y sin arrodillarse ante el Dios del Sagrario se va directa a ex– poner "su caso" ante la imagen de San Antonio. Pero-e in– sistiendo-, si esto se da en la ciudad, es más corriente entre las gentes del campo. Y la razón es clara. Hay aquí un fallo de formación. Mas la formación, de ley ordinaria, es menor en el hombre de la aldea que en aquel que vive en la ciudad. Por eso, digo, es natural que ese defecto de perspectiva religiosa abunde, de forma par– ticular, entre quienes viven en el campo. Y vamos ya a descender al terreno facilucho de los ejemplos. Es bonita la historia, la leyenda, y el folklore que han nacido a la sombra de las ermitas. Había que llenar los campos de religión; un pastorcito desarrapado vio, mien– tras apacentaba su rebaño, a la Virgen; tal vez fue un antojo de cierto adinerado, o un montículo-escogido al azar-, punto final de una procesión con mucha solera. Y surgió la ermita. Y ahi quedó. Y ahí sigue. A los años, a los siglos se los llevó el viento, pero las ermitas han pervivido a pesar del viento y de los años. surgen, por en– sueño, de entre los trigales; apenas más altas que las es-

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