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LUCES Y SOMBRAS SOBRE CASTILLA Aquí, donde yo vivo, en esta Castilla fría, áspera y dura, hay muchas cosas que confortan. En todos los sentidos hay cosas en la meseta castellana que invitan a la alegría y a la esperanza. También desde un plano estrictamente religioso. Se va por "Tierra de Campos", en junio. Y se divisa el mar. No el mar de agua salobre, claro. El mar de Castilla no tiene agua. Tiene, sí, trigo, mucho trigo, mieses ubé– rrimas que se dejan acariciar, formando olas doradas, por el viento de la planicie. Este es el mar de Castilla: exten-– siones sin fin, llanuras que no se terminan nunca, mar sin riberas, trigales en sazón; y el viento que, jugando con las espigas, contribuye a dar realidad al ensueflo. Y en medio de ese mar, rodeada de mieses, la torre de la iglesia parroquial eleva al cielo la fe religiosa y la es– peranza fuerte de los pueblos. Esa fe firme, granítica, per– manente e inmutable como las piedras seculares de los viejos templos pueblerinos. Y a uno, viendo desde cualquier altozano la espadafla aguda y leve, o la torre pesada de cuatro o seis pueblos, emergiendo a la vez en la lejanía y mirando hacia el cielo, le entra vocación de literato fácil, de cantor entusiasta de esos hombres de la aldea que creen en Dios hasta más allá de lo imaginable. El desamparo terreno de esos pueblos, perdidos por la llanura, se traduce en un anhelar constante por un mundo mejor y más seguro. Ellos-nuestros pueblos-creen. Tienen una fe firme.

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