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PUEBLOS. Al.VEAS mana es elevada, entonces bien. Cuando una aldea es así, añoramos su paz. Nos gustaría vivir en ella, gozar de sus adelantos y disfrutar de su tranquilidad. Esto sí nos gusta. Y nos convence. Porque entonces se compaginan y entre– mezclan dos cosas cuya posesión ilusiona a todo espíritu li– geramente cultivado: la esquisitez de la cultura religioso– humana y el aire sedante de la paz. Para una aldea con estas características, nuestro canto ilusionado. Para efüt la añoranza romántica de nuestra literatura mejor. De ve– ras que nos gustan los pueblos que son así: prósperos, cu!– tos, religiosamente conscientes, y pacíficos, tranquilos. Pero lo otro, no, ¡por Dios! Añorar la soledad de las selvas africanas es un absurdo. Y pedir la perpetuidad de cierta paz aldeana asentada sobre la muerte, tampoco. Que no está reñida una sana prosperidad con una tranquilidad tonificante. Está bien que Gabriel Miró soñara-haciendo literatura es fácil soñar-con oasis retirados, donde ni el más inocente diario llegara turbador con sus noticias; ¡allá él se las haya con sus sueños! No criticamos tampoco al padre de Foocauld, prisionero del desierto en busca de Dios. Pero creemos que la civilización en sí es buena. Y el hom– bre, por definición, ser sociable. Por eso, sin maldecir de la paz del desierto, pedimos para nuestras aldeas la tran– quilidad de una convivencia humano-cristiana, y de una alta civilización, perfectamente digerida. Termino ya. La paz de la aldea es algo maravilloso. Un alimento sumamente apetecible. Pero-así dice la con– clusión-queremos, para nuestros pueblos, una paz asen– tada sobre la vida, la prosperidad y la alegría.

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