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N OSOTROS vamos, pasamos de largo y apenas si nos fi– jamos. El tren corre y el coche alcanza grandes veloci– dades. Y ellos, que hace un momento surgían como apari– ciones, vuelven a desaparecer rápidamente tras el horizon– te. Vimos sus casas terrosas y ordinariamente feas. Nos fijamos fugazmente, y casi distraídamente, en algún cam– pesino de rostro cetrino y curtido. Y nada más. Ya quedó atrás, olvidado para siempre, un pueblo... ¡Un pueblo! ... Nosotros somos de la ciudad, y... ¿qué nos importan los pueblos? Y no obstante... No obstante, en esas casas de adobe, en esos rostros que huelen a sudor y trabajo, en esos hombres y mujeres de la aldea, anida todo un mundo de problemas. También los aldeanos piensan y quieren, también ellos tienen alma. Yo he ido por esos pueblos de Dios. Y he convivido con los aldeanos. Y les digo a ustedes que es interesante bucear en el hondón de esos espíritus del campo. Hay una pro– blemática compleja a la sombra de esos caserones chatos y feos. Y es aleccionador bajarse del coche y quedarse un mes a husmear, a curiosear, por los rincones espirituales del hombre del agro. Nosotros, los hombres de la ciudad, pensamos-lo cree– mos, al menos inconscientemente-que los únicos seres in– teresantes somos los que vivimos pisando asfalto. Y esto

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