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S GC!'.JJ!Ó E~ L.\ TI [;Jl R \ positivo de Dios. Y esto nos hace pensar en la gravedad suma que supone el pecado de matar. ¿Comprenderán los conductores esto? Bueno; esperemos que lo vayan comprendiendo. Porque el coche obedece como un crío, la recta sigue hasta más allá de donde alcanza la vista, el tiempo apremia, los policías no aparecen por nin– gún sitio, pero, ¡cuidado!, hay un mandamiento que dice: ¡ no matar! Dios prohibe matar. Y la ley natural, y el sen– tido común, también prohiben matar. Y el prójimo, el hom– bre ese que va acera o carretera adelante, tiene derecho a que se le deje vivir. Y, no obstante ... No obstante, hay muchos que se con– ducen como si el quinto de los mandamientos no existiera. La verdad es que estos ladrones de derechos ajenos no escasean. Acontece más bien lo contrario: sobreabundan. Para comprobarlo, fíjese en la siguiente estadística. La So– ciedad Deportiva Francesa hizo una experiencia sobre cien conductores voluntarios en posesión de carnet. Pues bien: un diez por ciento se reveló como peligroso a cualquier ve– locidad y, además, como no susceptible de perfeccionamien– to. Un setenta por ciento eran conocedores de los principios esenciales de seguridad, pero los aplicaban torpemente. Fi– nalmente, sólo un veinte por ciento demostró ser buenos conductores. Y así podemos afirmar que cerca de 400.000 coches son conducidos en Francia por personas incompe– tentes. Y el caso de Francia no constituye ninguna excepción; con ligeras variantes sucede lo mismo en las restantes na– ciones. Están, pues, sobradamente justificadas las llamadas de los últimos Papas a la prudencia. Y el precepto de Dios. Y el imperativo de la ley natural. Quienes ponen las manos en un volante deben tener conciencia de su responsabilidad. Conducir a la ligera es entrar a formar parte del gremio, poco simpático, de los homicidas.

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