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ClCIJ:,lJES. CAPITALES Vl3 querido. No lo pretendieron directa, pero sí indirectamente. O como dirían los teólogos escolásticos con su manida dis– tinción: no fue voluntario "en sí", fue voluntario "en la causa". Pero esto es suficiente para acusar al conductor como autor de esos delitos. El conductor es frecuentemente autor de esos accidentes, porque casi siempre los ha querido; insisto: al menos indi– rectamente. Y porque se ha olvidado de cosas fundamen– tales. Al hombre hay que respetarle. Esto no es tópico. Tam– poco una simpleza. Es una verdad lapidaria que frecuente– mente se olvida, al menos se olvida por las carreteras. Nuestro respeto al hombre se funda en raíces muy pro– fundas. Nace de los manantiales sin fondo de la Divinidad. Todos lo sabemos. Fue una adquisición de infancia que per– dura. Dijo Dios: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza." Pero con esto hizo Dios algo más que una frase. Hizo mucho más que una frase. Y esto porque al que– rer Dios una cosa, la hace, la crea. Por consiguiente, desde los días prologales del Paraíso, el hombre es una "seme– janza" de Dios. Por ahí, por la parte encimera y por lo hondísimo del ser humano, anda bullendo la imagen de Dios. Y por eso le respetamos. Hay que llegar hasta Dios para. comprender algo del inmenso respeto que- nos inspira todo hombre. Y hay que llegar hasta esa cima para com– prender la desfachatez de quien conduce un vehículo en mala forma. Además. Al hombre no sólo hay que respetarle por lo que tir,ne de reflejo divino. Eso está bien, pero no es todo. Existe otra razón que reviste particular importancia. Todos sabemos los mandamientos. También es éste un conocimiento que data de nuestra infancia. De niños apren– dimos-en un canturreo escolar-algo que decía así: "El quinto, no matar." Ya entonces comprendimos lo que sig– nifica eso. Posteriormente a aquellas fechas semiincons– cientes, ampliamos y desentrañamos lo que se encierra en el quinto de los mandamientos de la Ley de Dios. Por lo demás, la cosa continúa pareciéndonos evidente. ¡No ma– tar! Bueno, sí: no hay que matar. De nuestra naturaleza. brota una exigencia que nos prohibe matar a nadie. Sólo que ahora-desde que estudiamos los mandamientos-sabe– mos que la ley natural está reforzada con un precepti>

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