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Sl"CEDIÓ EN LA TIEI:R\ recen calificación distinta, es cierto-no es lo mismo matarse en el ring que jugar frívolamente a adelgazar-, pero las dos parten de una ignorancia idéntica; las dos violan aquel pre– cepto fundamental según el cual sólo Dios es el Señor de la vida humana. Hay que tener ideas claras sobre las cosas. Y no debe lo– grar sobre nosotros tal imposición el medio ambiente que nos llegue a nublar la vista. No basta que la silueta estilizada y delgada sea signo de distinción, elegancia, belleza. No bas– ta ... Bueno; ¿para qué vamos a descender a una casuística molesta y que está, más o menos, en la memoria de todos? Nos basta recordar, en relación con este tema, un principio que dice: "Por derecho natural, el hombre, como quiera que tan sólo es administrador y no señor de su propia vida, está obligado a conservarla con los medios ordinarios en su sa– lud y en la integridad de su cuerpo ... " Dios es el duef10 de la vida. Dueño, con carácter absoluto y definitivo, sobre nuestro cuerpo y sobre nuestra alma, no hay más que uno: Dios. Y El, Dios, ha querido entregarnos a nosotros la administración de un cuerpo y un alma. Pero recordemos eso, que somos meros administradores. Y que como tales debemos administrar lo que se nos ha dado-en nuestro caso, el propio cuerpo-, según leyes dictadas por quien es soberano del mismo. Lo otro, constituirnos en seño– res del propio cuerpo, es arrogarnos un puesto y un papel que no nos va; es saltarnos el auténtico y natural orden de jerarquías e introducir, en este orden particular de cosas, el desorden y el caos. Realmente, eso es lo que hacemos al conducirnos autoritativamente en relación con nuestro cuer– po: saltarnos los puestos y sentarnos en un trono que no nos pertenece. En nuestro caso, nada menos que usurpamos el puesto al mismo Dios... Francamente es demasiado, ¿no le parece a usted? No nos cae el transformarnos en Dios. Somos criaturas, y la verdad, donde mejor estamos es en el puesto humilde de siervos que nos pertenece. Así, pues, recuérdelo usted: nuestro dominio sobre el pro– pio cuerpo es aquel que corresponde a todo mero adminis– trador. El dueño es Dios; nosotros, quienes ponemos en prác– tica sus disposiciones. Por consiguiente, no nos está perml– tido ni suicidarnos, ni jugar alegremente con nuestro cuer-– po, ní aun con nuestra salud. Dios, único dueño, nos ha dado un cuerpo para que con él le demos gloria, y le daremos glo– ria observando unas leyes que nos vienen dadas por la mis-

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