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N O importa que la ciudad bulla; que el claxon de los co– ches martirice los oídos; que los letreros distraigan; que las mujeres vistan bien y los hombres aparenten im– perturbabilidad. No importa nada de eso. En la ciudad, aclemás de eso--y por encima de ello-hay un enjambre de almas; almas que viven cargadas de alegría, de polvo, de gracia, de pecado, de tristeza. Y es interesante saberlo. Porque a lo mejor se nos olvida. Pudiera suceder que a juerza de ruido, de caras llenas ele crema, ele hombres ex– teriormente impasibles, nos olvidásemos de lo otro, de las almas, de los problemas espirituales, de las virtudes, de los pecados, ele las alegrías y sufrimientos que corren por lo hondísimo de los espíritus. ¡La ciudad! ¿Quién dijo que la ciudad es sólo asfalto y casas? No recuerdo. En todo caso esa definición es absurda por lo simple. La ciudad es, sobre todo, una aglomeración de personas con problemas. Preocupaciones y gozos, pasio– nes, pensamientos y sentimientos, eso es la ciudad; más que eso, pero eso sobre todo. No lo olvidemos. Y es aleccionador ver y observar esa problemática. Aun– que no se cale mucho, aunque sólo se roce la costra, aunque sólo se palpe, sin adentrarse, la medula de las almas, me– rece la pena la aventura. Somos hombres, y nada humano nos debe dejar indijerentes. Y por hombres y por curiosos siempre es interesante un viaje de exploración por la selva de los hombres. También por esta selva humana ele los hombres aglomerados por miles en las ciudades. Aunque

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