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aterrizar. O no ve ninguna y se encuentra forzado a tomar tierra. ¿Qué hacer? Esto es lo problemático. Y ese chico, esa joven, se preguntan llenos de ansiedad: ¿A quién con– sultar? ¿Dónde está el técnico de la torre de mando que me comunique cuál es mi pista? A lo mejor es fácil, facilísimo. Tal vez únicamente se exija el mínimo esfuerzo que supone dejarse caer. Pero pue– de suceder-de hecho, frecuentemente sucede-que la elec– ción sea francamente difícil. Hay momentos en la vida --decisiones juveniles-que preexigen una sensatez y buen juicio extraordinarios. Es por esto por lo que el joven-más el adolescente– buscan con angustia a quien de quien aconsejarse. Y vamos ya directamente al tema. Pregunta el joven: ¿A quién consultar? Y he aquí la respuesta primera y na– tural: ¡A tus padres! Y ahora viene la desilusión. Para ese viaje no hacía falta tanta preparación. Pero yo añado: ¿ Y qué contestación esperabas, criatura? Nunca se me olvidará mi primera experiencia sobre este particular. Aquella niña madrileña de catorce años era hija de unos buenos amigos míos. Ella sabía de mi gran amistad con sus padres. Con sus catorce años, la niña ésta comen– zaba a sentir preocupaciones y curiosidad por cosas intimas que experimentaba ya o comenzaba a adivinar. Y un buen día, cuando estábamos los dos solos, comenzó a hacerme una serie de preguntas-veladas unas, clarísimas otras-– sobre lo que la estaba pasando. Cuando yo me di cuenta adónde iba, le aconsejé: "¿Por qué no preguntas eso a mamá?" "Oh, no-fué su respuesta. inmediata-, con mamá nunca hablo de eso ... , ni hablaré tampoco." Y esta conducta es frecuente. "Con mamá, con papá, nunca hablo de cosas que tengan importancia", se oye con frecuencia. Y así es, en efecto. ¡Una auténtica lástima! Porque, ¿quién mejor que el propio padre, que la propia madre, para servir de guía? No obstante, es cierto que muchos hijos rehuyen la intimidad con sus padres. ¿Por qué? No creo sea difícil dar con ciertas causas que expli– quen esa actitud. Pero, porque aquí no nos interesan, las dejamos. Esto-lo que ahora escribo--no va dirigido a pa– dres, sino a jóvenes, a adolescentes. Y a éstos les digo: A pesar de todo, vuestros guías natos son los propios padres. Tal vez no siempre sea así. Puede ser que la degeneración, o la maldad, o la inutilidad de quienes os han dado la vida,

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