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traremos. Y mezclaremos violetas y perlas. ¡Toyland, Toyland! País de los juguetes, país del niño y de la niña. Mientras se vive en ella, se es feliz para siempre, país de la infancia, místico y gracioso. País de los juguetes, una vez que se rebasan tus fronteras, no puedes volver jamás. Seguiré emocionándome con los edificios que alcanzan los cielos. No son para mí las sombrías cimas de las montañas. Una regadera, una boca de riego es mi idea del mar. Dadme ruido y olores y carcajadas. Dadme multitud, aglomeración noche y día. Y no necesitaré más que mi casita en Broadway. Y en cuanto a esas llamadas «noches de luna,» esas estrellas que se apelotonan en el firmamento y hace ¡Twinkle, twinkle!, prefiero contemplar las luces de neón y el globo que se balancea con su anuncio: «¡Beba Pepsi!» Cuando yo esté bien, los llevaremos a casa. Serán nuestros niños. Siem– pre he querido tener un gato en el piso. Teníamos uno precioso en Wilkes-Barre, en vida da mamá. Pero sé que quieres mucho a tus ratones y no me atrevía a pedirte un gato. Tendremos a los gatitos en el piso-contestó el marido-no los dejaremos salir. Dentro de casa no hay ratones, y así no podrán comerlos. Los gatos en el piso, los ratones en el rellano. Así demostraremos al mundo que estamos libres de toda intolerancia, que somos ver– daderamente norteamericanos liberales. Nueva York nunca se cierra como libro. Es ciudad de Biblia, de Kem– pis, de gentes inverosímiles que saben la urgencia de la redención. Nueva York es música gratis. Y como decía Teodoro Fontane, «como quiera y donde quiera que vayamos, hay una sola cosa importante: que escuchemos la música de la vida.» 93

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