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estamos al borde de la guerra.» Eran los años primeros de los sesenta. Efec– tivamente, a cuantas personas preguntaba sobre lo que opinan en este asun– to, serenamente me decían que hay gran peligro de guerra; será inevitable. No se observan actitudes de sobresalto, ni de nerviosismo, ni pesimismo. Eran los tiempos en que una manifestación de madres de familia, silenciosa y sumisa, desfilaba ante la Casa Blanca-que realmente parece entre sus verdes parques una absoluta blanca paloma de la paz-para pedir que no se mandasen a sus hijos a pelear por Berlín: «¡Que Berlín lo defiendan los alemanes!» Había nacido «el muro de la vergüenza.» Algo parecido ocurriría con «la primavera de Praga,» con ocasión de la invasión de Bahía de Cochinos, en Cuba, y ante los estremecimientos, vaivenes y secretos de la situación en el Oriente Medio. Arzobispos y con– gresistas y presidente piden plegarias por la paz. Uno de los pastores expone a sus fieles: Los esfuerzos del presidente Adwar Sadat de Egipto para con– venir en una conferencia preparatoria de la de Ginebra en favor de la paz en el Medio Oriente merece nuestras plegarias y un apoyo continuo. Es conveniente y hasta obligatorio y nos debe impulsar a que, en este tiempo de adviento, pidamos a Dios lleve la paz a esa región donde nuestro Salvador vivió y murió por nuestra felicidad y nuestra paz. (Philip M. Hannan, arzobispo de Nueva Orleans) El caso es que hemos llegado ya a ver a Sadat, Carter y Beguin, Egipto, Estados Unidos e Isreal, en torno a la mesa patriarcal, casi bíblica de Camp David. La naturalidad con que los americanos aceptan los hechos, se trasluce hasta en esta cuestión que la revista U. S. News and World Report propone: Para muchos miles de americanos se ha planteado esta pregunta: Si me quitan de mi trabajo por ser llamado al servicio militar, ¿cuáles son exactamente mis derechos de volver a ser empleado en mi puesto cuan– do regrese?» No hay protesta ni mal humor. A un antiguo capellán del Ejército le pregunto: ¿Cree usted que habrá guerra?-«No. Son amenazas y juegos peligrosos por parte de alguien para sacar algún provecho inmediato. Nada más.» Las banalidades corrientes de los humanos, siempre significativas, ocurren en Nueva York, pero nunca como si tal cosa. Es bastante frecuente ver, aun en ambientes cultos y educados, practicar el deporte de estirar los brazos en cualquier circunstancia, y de chuparse los dedos. La fruta se suele devorar a manera paradisíaca, a mordisco limpio. Seguramente que todo ello es un deporte y una manera segura de salvar las vitaminas de las cor– tezas. Es amable y justo el hecho de que revistas y periódicos inserten con fre- 85

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