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con plausible intensidad y prudencia, que no excluyen la osadía profética y denunciadora. Pero lo distintivo es que los cuerpos misioneros del Norte reclaman de sus autoridades, incluidas las civiles, el que comprendan las variantes identificadores de las comunidades del Sur y apresten su labor en consecuencia. Los aludidos misioneros de Maryknoll, por ejemplo, enamorados trabajadores entre gentes suramericanas, se píanteaban esta cuestión, de valor estratégico y a modo de revisión de vida: ¿Deberíamos los miembros del Maryknoll llegar a un nuevo entendi– miento de nuestros obligaciones de exponer al pueblo de los Estados Unidos y a su Gobierno la política correspondiente y las injusticias alegadas que alcanzan al tercer mundo? Dejemos de momento eso del tercer mundo, concepto éste que persiste en estudio y es discutido e incluso rechazado por países suramericanos. Reparemos gustosos en el ánimo de información, de inteligencia, del leal esfuerzo y de seria simpatía que inspiran las nu<!vas tácticas por una y por otra parte. El campo neoyorquino es inagotable para observar los modos del vivir y expresarse de dos parcelas importantes, entre otras, de la comunidad católica que confluyen en la vida de la gran urbe. Son matices y diferencias vivaces entre espiritualidad católica del Norte y espiritualidad católica del Sur en este hemisferio. Habría que repetir que «viva la diferencia,» la cual nos da precisamente la oportunidad de evitar tanto confusionismo, como la preferencia absoluta, desde el respectivo punto de vista. Una de las cosas que admiran nuestros hermanos ecuménicos del mundo es, de un lado, la unidad doctrinal católica y, del otro, el pluralismo vivencia! del complejo de las regiones del globo. Esta simultaneidad les asombra tanto como les desconcierta. Mencionemos algunas diferencias, más bien matices, entre estas espiritualidades, ambas americanas y que pudieramos llamar, acaso mejor, anglosajona y latina. El nombrar una cualidad para una de las partes supone, muchas veces, sólo un cierto grado de predominio, que sugiere, de inmediato, la prevalencia de otra cualidad en la otra parte. La misma im– precisión de límites de margen para la matización y a pulsar con tiento las generalizaciones. Cuando los rectores católicos norteamericanos ven las manifestaciones religiosas de los latinos, por ejemplo, por las Navidades y Semana Santa, y contemplan la concurrencia a los Sacramentos de Confesión y de Comu– nión, sus alardes vistosos en los bautizos, Primeras Comuniones, bodas y velorios, y les oyen exponer sus problemas doctrinales y con más frecuencia morales, sacan una consecuencia definitoria: El catolicismo de estas gentes es «emocional.» He ahí la palabra que fija su concepto de la piedad latinoamericana. El sentido de esa palabra va desde la turbulencia física y bulliciosa hasta la afectividad y el trance, pasando por la actitud impulsiva, sentimental, apasionada, fugaz y, desde luego, inconsecuente. La inconse– cuencia la deducen del hecho que esos rectores de almas contemplan con 83

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