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satisfecho de que así lo hagamos el ciego y yo. Misa mayor en San Patricio. El Cardenal Spellman en su sitial rojo cardenalicio. Se canta una Misa, de Perosi, en el Gloria; el Credo es gregoriano. La multitud, impregnada de la gloria serena de Dios, llena, sin apretujamientos, los bancos de todas las naves. Los densos colores de las vidrieras son más vivos cuanto más alto es el ventanal. Para mí lo más típico de estos católicos que oyen Misa o van a comulgar es su aspecto de alegría, de limpieza y salubridad, también de confortabilidad y normal delicadeza. Esta catedral es, a la vez, ermita y santuario en una concepción del rito que es estrictamente el católico de Roma en cualquier parte de la tierra, y, si cabe, más americanamente estricto. Después del Evangelio, un clérigo sube al púlpito. Lleva notas, apuntes, las cuartillas de su discurso. Habla y da cuenta de empresas con números, proyectos, realizaciones, necesidades, programas inmediatos de actuación y devoción en la semana. Se inter– rumpe, y reza un padrenuestro, hoy, por la paz. Luego explana el evangelio del día. «No os preocupéis por lo que habéis de comer o vestir ... Mirad las aves del cielo ... y las flores ... No siembran ni tejen ... El Padre celestial las viste y alimenta ... Así vosotros ... » El predicador no se inmuta, apenas se mueve. Le aureola una leve melancolía elegante. Saca sus papeles, de vez en cuando, de la hermosa carpeta que tiene sobre el atril del púlpito y lee. Habla también de la Encíclica del Papa Juan «Madre y Maestra» sobre cuestiones sociales. Tranquilamente termina. La gente se pone en pie, y se canta el Credo. Los fieles serenamente aportan su ofrenda. Está muy próxi– mo el momento, el momento de la Elevación, en el que convivimos la Vida de nuestros altares. No es raro el uso del velo, y desde luego interesa ponerse algo en la cabeza. Muchas se ponen un guante. Eran «otros» tiempos. Los poscon– ciliares los han cambiado insustancialmente hasta 1978. En las iglesias pro– liferan las devociones particulares a tal o cual santo. Abundan las diversas advocaciones en esta catedral. El altar de San Antonio sigue batiendo el record de lámparas y ofrendas. Hay una estatua de San Francisco, reproducción de la de Dupré en la plaza de Asís, recuerdo de los terciarios de Nueva York en el Centenario de la Muerte de San Francisco. No lejos de esta imagen, una viejecita, muy clara y llena de coloreados vestidos y bajo su sombrero primaveral, dormita con su aire irlandés de hacer la visita acostumbrada. Fuera, pasan locos los carros de los bomberos con su alarido descomunal, como si a Nueva York lo estuvieran matando. País que parece siempre estarse haciendo, con tractores, terraplenes, un ejército de máquinas conquistándolo y edificándolo todo con ganas de juvenil perfección. Pero padece una invasión más que de marcianos. Se están apoderando de todo, de las calles, de las carreteras, de los albergues, de los patios, parques y playas; monopolizan el lujo, la propaganda, los co– lores, el confort, y los cementerios. Echan mano del hombre para que los limpie, les acompañe en algún momento en que ellos necesitan ejercer su energía. Son los automóviles. Dentro de poco serán la mayoría de seres en 80

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