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ordenadores, sólo entonces sabrá América el mal-o el bien-que ha hecho sin querer y con la más sublime y obelistica de las voluntades. Porque la gasolina y la mejor democracia no son infinitas. Estas disparatadas elucubraciones se disipan en la nube a ras de tierra de la contaminación de Nueva York. El aire se aquieta hasta aplomarse, y la urbe vive su destino. Con la periodicidad de siempre, pero aquí en Nueva York, tantas veces llamada Babilonia, es más sensible el presentimiento del fin del mundo y la verificación cercana de profecías sobre la segunda venida de Cristo. Las reacciones del primer milenio se repiten con escándalo de la piedad. Algunos activistas de Greenwich Village claman el vetusto alborozo: «Sex now. There may be no tomorrow. ¡Yok, yok!» ¡Venga sexo! Por si acaso no hay mañana. ¡jo, jo!» Si la contaminación no se domina en dos docenas de años, la humanidad no sobrevirá. Los sentidos humanos y los de los animales, las flores, plantas y árboles y las aguas morirán de la silenciosa peste. Sin embargo por ahora el Hudson, sabio como todos los ríos, príncipe hermano de la Libertad y coronado con las almenas de los muelles, rosa de los vientos, ciñe a su amada ciudad. Se acerca hasta ella por frente a la sede rectangular de las Naciones Unidas. El edificio, sumido entre las torres de los rascacielos, sugiere una ermita, a la que faltan las graciosas curvas, las campanas y la cruz. De nada sirve echar de menos ciertos matices emo– cionales cristianos que no es fácil ni hay por qué imponérselos a paces y guerras secularizadas que la ONU no considera, pero América del Norte y del Sur, y ciertos hombres y mujeres, sí consideran. MISA MAYOR EN SAN PATRICIO El cuadrilátero entrelazado que forman las avenidas y calles numeradas de Nueva York ofrece un espectáculo de verdad admirable. Las avenidas son, en general, grandiosas, amplias, lujosas, alegres. Las calles recogen los secretos de las tiendas, de los transportes, de los advenedizos. Acumulan la inevitable mugre material y moral de una ciudad a la que le gustaría presen– tarse perfecta. Y como una sonrisa poderosa para todos, está el Broadway que zigzaguea y ondula entre más avenidas que calles, y que hace toda clase de concesiones al público universal que lo llena sin excesiva prisa. El tardío descubridor de Nueva York se recrea divagando. Visito todos los días la catedral de San Patricio por cogerme de paso para ir a una in– stitución donde hago algunos estudios de información, en el edificio de Associated Press, un edificio todo gris claro, de aluminio y cristal. En frente de San Patricio está el Rockefeller Center, una maravilla de centros en un solo centro, una ciudad en otra ciudad. A la salida de la catedral, en plena Quinta Avenida, hay un pobre ciego que pide limosna, con un hermoso perro policía. Todos los días le doy algo, aunque poco, porque me gusta oirle al ciego «Dios le bendiga!» y porque me parece que el perro se siente 79

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