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producen la misma alergia en todas las regiones. Por lo demás, los taxistas son amables y dicharacheros y en seguida desembuchan toda su cultura y aún juicios sobre el país y los asuntos que pertenecen a sus clientes. Pero siempre son reacciones y actitudes amables y respetuosas. En los negros, se observa cierta socarronería. Pero el espíritu, ya tópico, de este pueblo está en unos cuantos principios que se viven hasta ahora auténticamente y que también hasta ahora, en esta difícil hora, le han dado siempre la victoria. Tales principios constituyen «la herencia americana»: el «Mount Vernon,» la Campana de la Libertad, las palabras de Lincoln en su Memorial. Testimonio e instrumento de conocimiento del pueblo americano, es su prensa. Informa de todo: lo más importante y lo más trivial, lo debido y lo indebido. Pero informa. Igual que sus estadísticas. Una de éstas, ya an– tigua, presentaba al presidente Kennedy en confrontación con su antecesor, Eisenhower, en los seis primeros meses de sus mandatos. Se les con– tabilizaba todo, desde las palabras mandadas al Congreso: Kennedy: 78.500; Eisenhower: 34.000; hasta las partidas de golf: Kennedy: 8; Eisnehower: 22. A los demás presidentes los siguen cuantificando y cualificando por medio de computadoras estériles y satélites artificiales, además del comadreo de la CIA y el sobresalto de los ciudadanos medios. ENCUENTRO CON DIOS Nada es tan provinciano como lo providencial o lo casual. En el Waldorf se hospedaba una antigua aspirante a estrella de cine y de la can– ción en Europa. No triunfó allí. Aquí tampoco. Pero ha triunfado en algo mucho más importante. Hay que decir de ella el tópico provinciano acerca de Estados Unidos. Ha encontrado la libertad, la normalidad convencional y segura, la fe. Sobre todo, la fe. «Aquí, en Nueva York, he encontrado a Dios,» confesó emocionada. Con el corazón lleno de alegría que da el hecho de dialogar con seres que tienen la conciencia de llevar y ser un espíritu inmortal, llega provin– cianamente la noche neoyorkina. El Broadway es una embriaguez de luminosos trepidantes. Las gentes se muestran hijos evangélicos de la luz. A escondidas, entre los nuevos rascacielos de aluminio y cristal, la luna resulta empequeñecida y demasiado pálida. También parece una recién llegada. Los mensajes no vienen sólo del cielo; surgen también de las infinitas oficinas despobladas, de los rotativos impacientes que ronronean a la noche, de la paz de los hogares con sueño de luchas diarias; de los pasaportes que han sido hace poco sellados en acogida universal. Si, como decía Tagore, mientras sigan naciendo niños, es que Dios espera algo de los hombres, la esperanza de los hombres y de Dios está sobre este fragmento de tierra superpoblado de hombres y de mujeres recién nacidos a la vida y a la libertad, que se llama la Isla de Manhattan. 75

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