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de un árbol que parece crecerse, al sentir de plano la luna sobre sí. ¡ Her– mosa como la luna!. Y se repite el título sobre el cáliz de Getsemaní. «Dios es mi vida». Los árboles, cada uno en su armoniosa pero diferente actitud, avanzan y pueblan el paisaje. Solo se pueden identificar los brillos de unas hojas cercanas. Sobre la corona de muros y los patios de la abadía, la imper– turbable y gallarda altura de la aguja rematada en cruz. A la aurora, volverá a verse una estatua de una madre negra: la Virgen con un niño de color. Debajo se leerá: Cordero Negro, hermoso cordero negro. ¡Una nueva maravillosa Navidad yanqui! El largo camino, en forma de hoz, se dobla del todo hacia la derecha, como el ala de un ángel eterno. Está ahora completamente nevado. Nótanse como huellas de Dios y labores de los hombres, que peregrinan y trabajan, las roderas y los pasos. A lo lejos, las vallas de los campos, los techos neblinosos y lúcidos por la nieve, de la corona del cercado del monasterio y sus casas de labranza. Lanzada con valiente serenidad al cielo, la flecha de la iglesia que abre toda su cruz en lo más alto. En torno y en uno mismo, pureza y estremeci– miento indescriptibles. Solo le faltaba a la Navidad yanqui este toque de Getsemaní. Y su felicitación: ¡Bendiciones de Navidad y Oración por el Nuevo Año! Los monjes de Getsemani. Luego prosigue T. Merton: hablándome de nuestras cosas: minucias y vulgaridades de la vida diaria, de jóvenes y viejos monjes, familiarizados con lo eterno: 766 «Entre tanto, el agua corre, las hojas se mueven, las cosas crecen en silencio, la vida se reconquista y renace en torno nuestro. El silencio de Dios nos envuelve, nos abraza, nos consuela, contesta a nuestras preguntas, una vez que tenemos la sensatez de adorar y de preguntar callando. Las flores se abren doquiera; el follaje y el amor ondean al sol, los pájaros cantan con el cadencioso verde que hacen los árboles; y todo esto tiene mucho que decir al que es capaz de escuchar. Todo es liturgia, porque todo es misericordia. Entonces, en pleno verano casi, cuando el sol calienta las aguas de los arroyos y regatos y cuece el barro de las huellas del ganado, la vida litúrgica del monasterio estalla en sus más espléndidas flores. Es la fiesta del Corpus Christi. La fiesta del inefable Sacramento de la Misericordia del Amor Divino, en el cual Cristo habita, vive en nuestro ambiente de humildad y

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