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mi Dios; buena armonía y vaho de mi cuerpo y de mi espíritu. ¡Gracias, Dios!. Y ¡qué cortés tu atención al invitarnos!: a la intimidad, a la co– munión, recordándonos que nos alimentas con el pan del cielo. Por supuesto, no hacemos muchas cosas que hacen otras gentes; in– cluso hay gente a quien sorprendemos. Un artista, nos llega con una cámara y nos muestra, fuera de toda duda, que el monasterio real que nos es tan obvio no lo vemos, y que se nos ha hecho tan familiar, que ya ni Jo miramos en muchos afios; y resulta que es bello, románticamente bello. Es romántico hasta en sus nimiedades, en su ordinariez, en la banalidad que nosotros mismos tendemos a rechazar. Pero nos recuperamos y de nuevo estrenamos su esplendor de dimensiones divinas. ¡Qué lección en este simple hecho!. Nuestro yo, identidad, parcial y fabricada: el yo que queremos ser, el mismo ente angelical y puesto al día, es piadosa y celestialmente imaginario. El ángel de mármol lavado por la lluvia, está en el cementerio y mora aquí para recordarnos nuestro ensuefio y nuestra irreductible subsistencia y persistencia. Pero algo, alguien, a nuestro lado prevalece. Por El todas las cosas llegaron a ser -fueron creadas- Y sin El nada se hizo nada es. Se recorta a ras del suelo la silueta de una campana, arrumbada. Se movia a mano por una gran rueda de radios lobulados. Brillan sefiales de grasa en los herrajes. A través de los lóbulos se ven la flecha de la iglesia del monasterio, azoteas y muros con ventanales de la vivienda monástica. Resalta la arcada de una alta galería, donde se pasea, se lee, se ora, se está. Cerca siempre, el campo, las matas y la arboleda, rincones de la huerta con restos de cafierías al aire, a medio enterrar. Silencio, paz, insignificancia no– ble. -Y toda la humanidad verá la salvación de Dios. Los monjes tienen Fiesta. Pavimentan sus claustros con colores y figuras tomadas de las flores y del arcoiris: Preparad el camino del Sefior, enderezad las sendas. Todo valle se rellenará, y toda montafia y colina se allanarán y bajarán. Los caminos tortuosos serán enderezados y las asperezas suavizadas. El ámbito del monasterio se llena de silencio: los nervios de las bóvedas y sus capiteles; los relieves y esculturas se elegantizan hierática y amablemente; un monje traza en un panel los rasgos del Salvador; un gran ramillete de flores espera su distribución; los hermanos, en cuclillas colocan rosas y más rosas. Otros seis monjes trajinan con cubos, tijeras y podaderas: cubren de flores los claustros para la procesión del Sefior. «Quien viene a mí no tendrá nunca hambre». La custodia, en manos del 764
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