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Así menudea la mente de Merton sobre las cosas e incidencias de su monasterio, ante las fotos de una visitante. La lápida de un buen difunto a la orilla del césped cubre flores silvestres y recuerdos espaciados, y el libro que leo casi sin mirarlo, igual que mi aldabonazo en la puerta, me equilibran y me dan serenidad ante las servidumbres y glorias humanas. La puerta es angosta, y estrecho el camino que llevan a la vida, y pocos lo encuentran. Pero un gran pórtico se me abre al leer con frecuencia sobre el arco de un claustro donde paso a diario y más alto que el ventanal, donde resalta en madera negra un crucifijo muy blanco: «Unicamente Dios» Los lugares como los personas tienen su identidad. Y especialmente un sitio como éste por el que tantas personas han pasado, a través de la alegría, el sufrimiento y la claridad hacia el misterio de Dios. Los sitios como las personas, pierden también el sentido de su propia identidad, quizá a fuerza de vivirla. Tienden a fabricarse un carácter, sustitutivo de la realidad con la que se encuentran los otros hombres. Estos, los demás hombres aceptan este sustituto. A veces hasta la cámara está demasiado dispuesta a condescender con esa ilusión. La cámara desde luego no miente; pero mucho depende del punto del que se enfoca. La cámara sabe dónde mirar para encontrar la ver– dadera realidad de una persona, de un lugar, de un monasterio. Uno llega a preguntarse: ¿Pueden tales cosas ser vistas y recordadas?. Yo vivo en el monasterio donde se han hecho estas fotos. Lo que yo reconozco, cuando las miro es más que los edificios y los campos con los cuales estoy familiarizado. Más de lo que los monjes piensan de su monasterio. ¿Piensa usted que la vida del monje es romántica?. No lo es. Es terriblemente prosaica. Los que la vivimos somos los más conscientes de la diferencia entre lo ideal y lo real, y que están muy distantes entre sí. Nosotros invertimos mucho tiempo, quizá demasiado tiempo, batallando por reconcillar lo que no se puede reconciliar, y no lo necesita. Acaso debamos confesar que algunos de nosotros hemos venido aquí con un secreto y romántico entusiasmo en nuestros corazones: y que nos hemos angustiado al percibirlo enteramente desaparecido y ahora, cuando retorno de ver y escuchar los gestos y vocablos de los hombres y de las mujeres con– firmaré que Dios se me va heciendo más infinitamente bueno y bello y menos inefable en mis sueños y en mis diáfanas realidades. Lo que yo percibo es que sus palabras -las de El- sean oídas, escuchadas y siempre hechas. Me deleitan, ano a los hombres. Sé que viven y trabajan. La pareja de mulas que tiran del arado o del trillo; el tractor que se mueve eficaz y ma– jestuoso entre las mieses; la multitud de árboles que cierran el horizonte, -multitud piadosa y deportiva-, confortan mi alma en el Señor. La paz y armonía de la tierra, tan silenciosa y dura como mi plegaria, brotan hacia 763
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