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Le encontramos en las lágrimas derramadas de ternura; en cada corazón donde la esperanza y el amor se casan; en las alma leales que por la humanidad dan su sangre. El mantiene las verdades de oro que la edad no muda, en la brizna más débil de la vida. Crece magnífico quien diariamente Le conoce. Es su voz la que se oye cuando se dicen palabras de amor. El vela al enfermo cercano a la muerte. Cuando el mártir cae, es la sangre de El la que enrojece. ¡Santa urgencia de vivir en El! El es la luz sin la cual la mente parpadea; y el bien y el mal parecen inseparables. Dios vive en todas las cosas: hasta en el légamo y en la degradación de los caminos del crimen, en el rústico y el santo sublimes, en el más leve átomo del concierto del mundo, en el más remoto rayo de luz astral. El es el que va tranzando los hilos del sueño. Dios vive en los corazones de los hombres, en el tuyo, en el mío. Somos vasos de una vida divina. y cada pecho humano un santuario. Así se contemplan las dos inspiraciones. La primera, «El en nosotros», vivo, deseado y palpitante. Y en la otra, todas las cosas y acciones nos lo brindan en tiempo y eternidad. Tal es el contenido de una cierta mística yan– qui. Vale decir, con perspectivas de Encarnación y Espiritu: Así como la carne es asumida y elevada a su relevancia suprema por el Verbo, el Hijo de Dios, de manera similar el «espíritu» del hombre es penetrado por el Espíritu de Dios: ese espíritu, «alma», de la cual predica San Juan de la Cruz, que es la criatura más bella, y cuyo pensamiento vale más que el universo, por su idea y capacidad de amor. De tal actitud admirativa, fruitiva y esplendente brotan la sencillez y normalidad de la devoción mística que se deleita en flores y se difunde en versos. A Alfred Tennyson le preguntaban lo que Jesús era para él. Respon– dió: 751
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