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El cicerone recita, mientras calcula las propinas, dentro del sagrado e inválido tranvía, ¿ vacío de deseos?. Más bien lleno de los deseos de ven– ticinco turistas, valetudianarios pero ágiles. Había sonado por dos veces el nombre santo de Dios: Dios exclamación, Dios creando imágenes suyas, Dios, en un tranvía lleno de sus imágenes; Dios secular, mecánico, literario, incidente en las excursiones de recién casados e hinchas de los «orange– bowls» -campeonatos-. Dios del amor que sueña, sangra y conserva su mesura. Termina así el cicerone ante el verdinegro y venerable tranvía, adormecido del barrio franco-español-confederado y, por las tres condi– ciones, sureño, americano, yanqui. En los últimos momentos, ante el doctor, cuando la enfermera, le colo– ca la camisa de fuerza a Blanca y sin violencia se rinde, suenan las campanas de la catedral de San Luis, entre Los Cabildos y la Plaza de Armas, ante la estatua de Jackson. Blanca ha dicho: Puedo oler el aire del mar. El resto de mi tiempo lo voy a gastar en el mar. Y para morir, iré a morir al mar. ¿No sabéis de lo que voy a morir? Alcamó como pudo un racimo, y añadió: Moriré comiendo unas uvas un día en el océano. Moriré con mi mano en la mano del médico del barco, muy joven con bigotito rubio y un reloj grande, de plata. Y dirán: ¡Pobre Lady!. La quinina no le sentó bien. Y las uvas sin lavar han transportado su alma al cielo. Y acaba, murmurando apenas: Quienquiera que usted sea, yo he dependido siempre de la amabilidad de los extraños. Quizá Norteamérica, con su inmenso poder, puede simbolizarse en la compasiva figura de algo indefinible y que, a pesar de todo, alienta con el aleteaí del verso que Blanca meditaba de su poema preferido: Y si Dios lo ha decidido, no haré otra cosa sino amarte mejor tras la muerte. SANDALPHON A Longfellow le impresionaron los siete versículos del Evangelio de San Marcos, en aquella mañana, cuando los leía en griego, después del 741

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