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esposa-Leslie Caron-se case con su verdadero amor y, aunque ella dice que todo eso es demasiado, su ilusión es casarse y que su hijo y el padre del nifio vivan con ella contentos y felices. El público aplaudió. Luego, sigue el espectáculo. Lo que más asombró fue la orquesta. Va surgiendo completa desde el foso hasta colocarse en el lugar exacto de sus ejecuciones. La provincia está en todo su apogeo. Llega la apoteosis convencional. No se sabe dónde, se compone en el aire y en plano impreciso la estatua de la Libertad, entre una lluvia de glorias y de emociones aceptadas con típica serenidad americana. Unos cien muchachos y muchachas vestidos con reminiscencias de todas las regiones juvenilmente históricas de Estados Unidos, bien ante la valla de un circuito de carreras de caballos, bien bajo unos hermosos árboles en una plantación de Virginia o de Georgia reflejándose en un lago con nenúfares, cantan y gesticulan adorablemente como puros colegiales en una excursión con monjas. Naturalmente que cantan cosas como «Mi viejo hogar de Ken– tucky ,» «Bello soñadorn y otras de la Revolución, de la Independencia, de la Guerra Civil o de la saga Lo que el viento se llevó. Pero la apoteosis del sabio y bullanguero provincianismo yanqui lo constituyen sus convenciones políticas supremas: la del «Elefante,» los republicanos, y la del «Asno,» los demócratas, celebradas para designar los candidatos a la Presidencia y a la Vicepresidencia. Con estos festivales han domado el fragor político, las ambiciones, las artimañas de los muñidores de votos, los maquiavelismos de las razones de Estado y la seria trascenden– cia de ideales y programas de gobierno hasta dejarlo todo en un vistoso alarde de diversión y fanfarrias, en suma: de kermese y carnaval, na– cionalmente tan respetables como los cuentos de los niños. Ya anochecido, me llevaron por curiosidad al famosísimo Waldorf Astoria. Me iban diciendo que quedaría decepcionado. En su exterior, puede; pero por dentro, lo encontré maravilloso. De líneas y de magnitud como de un templo babilónico. Activo y silencioso a la vez. Nada de lo que en él ocurre es demasiado importante para este hotel y los que por él tran– sitan. Naturalmente que todos sus servicios y dependencias estarán rela– cionados y dirigidos ferreamente; pero nada se nota. Se anda por él con la indiferencia y el aplomo de un señor de su templo. Esta suprema libertad empequeñece, a la vez que recoge, como en un santuario, no sé si de dinero o de poderío, pero desde luego no de frivolidad ni de juegos sentimentales. Definitivamente el único provinciano es el escritor, el memorialista. Manhattan es el Tío americano de todos los provincianos del mundo. Como es abuelo de todos los niños Walt Disney con sus reinos de hadas y de evangelio y apocalipsis de la fantasía con tierras y mundos de Disneyland y Disneyworld en los estados esplendorosos de California y Florida. El provincianismo se contagia. Le invade a uno el candor de ser má– quina, extra o adminículo perfectivo de este aparato americano que se dinamiza y se embellece cada vez más y nos sobrecoge como el aviso de las estrellas, la suavidad y el mando de los niños o el ulular de los animales apa- 72

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