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que quizá nunca tuvo intención de hacer. La crudeza en la vida de la granja, del campo, los insectos que infestaban las tierras cenagosas médanos, marismáticas, del bajo Mississippi, en dos palabras: «el realismo atroz» de la vida tanto en el Sur como en el salvaje Oeste. Fenómeno de los tiempos heroicos de todos los pioneros de cualquier hora y país. Pero Jo más ge– nuino de la Evangelina de Longfellow es el sosiego, la «inspiración», un de– jo de perfección y melancolía, como de las hojas y horas de Nueva Orleans, en sus parques, bosques, río y templos, rituales cementerios y el lago, su piedad, su aire y su perfil que el tiempo no se llevó, quietudes franco-españolas, ritmos criollos, la generosidad del Mississippi y la catedral maternal en su plaza. Longfellow nos acompaña... Pasea a lo largo del sendero, al borde de la pradera sin límites. Allí está el silencio, con una calima plateada, y luciérnagas que fulguran y flotan lejos entremezcladas e innumerables. Sobre la cabeza, las estrellas: los pensamientos de Dios en los cielos, brillan a los ojos del hombre, que ha cesado de maravillarse y adorar. Así medita Evangelina, la acadiana en horizontes, de la dilatada y solemne, silenciosa, fuerte y suave, su Louisiana. Donde todavía subsiste la jungla primigenia. Pero lejos de su sombra, losa con losa, los sepulcros sin nombre, los amadores duermen, bajo las humildes paredes del pequeño cementerio católico rn el mismo corazón de la ciudad, desconocidos e ignorados ... En la chabola del pescador, la rueda, el timón y la aguja de la red aún trabajan. Las muchachas usan sus capuchas Normandas y sus mantos ca– seros, burdos. Y por las tardes, junto al fuego, repiten la historia de Evange– lina. Mientras de sus rocosas cavernas el vecino y sonoro océano mo– dula sus palabras, y con sus acentos desconsolados contesta a la melancolía del bosque ... Y en el poema resurgen y se renuevan los llantos y perfumes de María Magdalena o María, y de las vírgenes insensatas respectivamente en Juan XII, 3 y en Mat. XXV, 1-12. 737

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