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convierten a Washington, a Nueva York y no digamos a cualquiera de sus ciudades, en villas en feria que están celebrando el día de la respectiva pro– vincia. La combinación de tallas y colores en la vestimenta y el adorno de las variadas pieles humanas y su amable desodorización levemente per– fumada son una eclosión primaveral de infinitos seres humanos que van a recibir a los maestros de la banda de música que inaugurará las fiestas del barrio o la convención de unas elecciones. La ingenuidad y devoción de los niños y sus familiares al visitar los monumentos, santuarios nacionales y sitios patrióticos, los desfiles y eventos deportivos, nos edifican por su serenidad y compostura que sólo pueden darse en una multitud material y espiritualmente bien nutrida, y desde luego, espontánea y sonora. El flamear de la bandera, con las seductoras barras y estrellas, es de por sí un himno luminoso. No cabe duda que la bandera de los Estados Unidos pone en los aires sesgos de pura gallardía y el valor simbólico, sentimental y jurídico de esos signos dan a estos buenos ciudadanos, sin alardes de recogi– miento, las trazas de peregrinos a un sitio sagrado. Otros indicios de provincianismo son: la temática de los anuncios co– merciales, que van del nacer al morir; su distribución tipográfica en la pren– sa, el clamor de los saldos, de las gangas y premios y abigarrado escenario de las estaciones de servicio que nos trasladan al más viejo cuadro provin– ciano en los más actuales zocos del mundo. Más allá de todos estos signos superficales, hay otros mucho más finos y seguros de provincianismo vigoroso. En el pensamiento, en las palabras y en los gestos de los americanos se observa la convicción de que todo es posi– ble: de que la decepción de las cosas y de los hombres no son actitud normal humana; y que nunca hay por qué estar de vuelta de nada. Se hablará del tedio, de la desesperación de algunos de sus escritores y gentes vulgares. Es verdad. Mas también es propio del normal provincianismo crear y retener tipos de excepción y extravagancia. En todo caso, estaría bueno que el pen– samiento, la literatura y los filmes no se apuntasen tantos en la depresión, violencia y refinamiento de nuestro mundo. La misma exhibición rutinaria de sus coches prueba el gozo localista de tenerlos a discreción con la misma facilidad y abundancia con que en otros países se mordisquean pipas. Son coches poderosos, anchos y largos. Dios y la crisis de la gasolina les ha obligado a aceptar bellos y modestos carros. Quien se decida a ser peatón podrá contemplar la apariencia fantástica de que la especie humana, hombres, mujeres y niños, han desaparecido, raptados y engullidos por unos seres innumerables llamados automóviles y que los llevan, sin protesta por su parte, a un reino desconocido. Esta fan– tasía resulta sólo posible para a un auténtico provinciano, aunque no haya nacido en Estados Unidos, y que es capaz de entretenerse con sus películas y sus festivales de verano, lo que constituye el más provinciano y saludable de todos los signos de equilibrio. El desayuno «rural» y la cortesía sobria ante los accidentes de tráfico suelen ser signos de un provincianismo hidalgo que llega a ser fraterno, como una comunidad religiosa. Especialmente los 70

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