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tan banal que resulta trascendente. Algo más allá, entre la ciudad nueva y la vieja, el Superdome, mastodóntico, egipcio, templo de convenciones totales, deportivas y políticas, donde los colores rojo, blanco, y azul, más sus estrellas, orlan enteras las barandillas, asomándose. En otra dimensión, de clara piedad, reina la la Catedral, modesta y nítida, escoltada de sus dos «cabildos» de justicia, decoro, aunque como no tomándose muy en serio y quisieran quedarse en serenidad de museo de Dios, para las buenas gentes y en bibliotecas de lecturas misioneras, militares y domésticas de la Con– federación y la Unión, USA. Hubo un tiempo en Louisiana en que era considerada negra cualquiera persona que tuviera trazas de sangre negra. Como esto era algo impreciso señalaron que «serían considerados legalmente negros todos los ciudadanos de Louisiana que tuvieran un dieciseisavo de antecedentes negros». La música jazz, los derechos civiles, la convivencia real en medio de recelos, que todavía subsisten, van solucionando el problema que tiene «profundas raíces» no exentas de exaltación de valores recíprocos por una y otra parte, éxitos artísticos, culturales, deportivos, especialmente, y algo más hondo y alto: la igualdad natural y «declaratoria» de la creación de todos hombres iguales. Es frecuente en reuniones de clero católico, como de las otras confe– siones, denunciar los abandonos, incluso higiénicos en que se deja a los bar– rios negros y asumir la responsabilidad de la misma Iglesia en ese cargo de «injusticia» con el que muchos de sus miembros han participado y par– ticipan aún ... de suerte que barrios negros parecen «aldeas de Vietnam». También se denuncian las irregularidades policiales para con los negros. Abundan organizaciones eclesiásticas y civiles entre los blancos pro– clamando y exigiendo, como los más ardientes líderes negros, la igualdad, la justicia sin discriminación alguna. Es la hora de los carritos de perros calientes y de los evangelistas de Dios. Unos y otros convergen sobre el barrio francés, en la calle Bourbon y sus aledaños. Su mensaje se inmpregna del acre olor de la mostaza de los bocadillos y las voces dispersas e invitadoras de los espíritus. En la plaza de Armas, -de Jackson-, plaza hispano-parisina, divagan y planean Confederación y Unión absortas y como ya ar– moniosamente instaladas en la disidencia adormecedora de la música de las guitarras, y el ininterrumpido jazz vibrante, de sus representaciones teatrales y líricas, como en un país en que ya no hay guerra, sino paz, man– sas osadías e imposibilidades que no exacerban como los muchachos y muchachas en los días de las universidades y los colegios, atrios petrificados en sus sentadas. Esto es otra cosa, esto es Nueva Orleans. No lejos, el templo de la Patrona de Nueva Orleans, imagen toda dorada y alzada sobre las llamas de la ciudad que ella liberó, nuestra Señora del Perpetuo y Pronto Socorro. Y en las afueras, el lago Porchartrein, cuyas orillas no se simultanean 716

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