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-French Quarter-. Eran católicos que abandonaron Canadá para evitar la persecución de los Británicos. Trajeron consigo sus nombres, su lengua, sus creencias y prácticas religiosas, sus huertas y jardines, que hoy perduran en el Mercado Francés -French Marquet-, donde los ciudadanos y turistas de Nuevas Orleans satisfacen necesidad y curiosidad de buen comer, y el aire de la burguesía gala, más el núcleo de catolicismo que se incremen– taba a con la arribada de los espafloles y con la nomenclatura de nombres de calles, iglesias, devociones y genio que consigo llevaban navegantes y mi– sioneros: «Esta calle cuando Nueva Orleans era provincia de la Capitanía General de la Habana, tenía el nombre de Calle de San Mateo, de San Luis, de Tolosa o del Muelle... Es una muestra de los letreros en azulejos de Talavera, puestos en tiem– po del embajador Areilza. Los apellidos espafloles pululan en la guía telefónica rivalizando con los franceses, que unos y otros suenan ahora en inglés indescifrable para la fonética espaflola. No lejos del arco que anuncia el distrito del French Marquet, otro título galo, típico y representativo de Nueva Orleans el «Café du Monde», al aire libre, al borde de los muelles y el río Mississippi. Es ritual tornar allí el café con leche de Nueva Orleans y su tradicional ennegrecedora achicoria, con los famosos donuts o peignets, roscas entre pan y golosina. Matrimonios recientes en viaje de luna de miel, matrimonios jubilares, matrimonios en ciernes y matrimonios frustrados y otros efímeros y apenas proyectos junto al río, la ciudad, el paseo y la ribera, los ambientes estimulantes y el obligado romanticismo que los árboles del Sur inspiran. Ambiente de bazar, de mercado, de museo recogido, de patios y más patios de flores, cuadros, artesanías de toda índole, coronados hacia el interior y las calles por los balcones floreados de lazos de hierro y celosías que filtran la perspectiva y rincones de la ciudad, mimada por la luz. Exposiciones de pintura, retratos y poemas en las aceras y plazas; colas ante los restoranes; infinidad de cosas viejas y menudencias de hogares, de navíos naufragados e iglesias, capillas y alcobas no se sabe si alguna vez tesoros de an– tigüedades, preciados con firmas mundiales como Rochild; el «Mardí Oras» perenne, a punto de estallar en paradas, música, carrozas fantásticas y escaparates de historia, leyenda y frivolidad contenida; tugurios de bares como de piratas ricos y siniestros; y otros, resplandecientes con los ardores del «ajenjo», medicinal y amargo, como el que ofreció la ciudad a Napoleón en alternancia de su Santa Elena. Un cielo, maternal y cortés reverentemente inclinado sobre la ciudad, porque le interesa guardarla y complacerse sobre sus tejados, en todas sus cosas: boticas, botánicas, far– macias, horóscopos y facultades de brujería, woodoo, sahumerios, incien– sos, perfumes, orgía de olores, luces, zoco, pagodas, cartas: la calles vitales, 715

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