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sonales acostumbradas y la dificultad en decidirse por una en tan abundosa competición de rostros y almas de ciudad. Se atribuye a un «sabio anónimo» la afirmación de que los americanos aman con verdadero amor estas dos ciudades: San Francisco y Nueva Orleans. Uno de los alcaldes de esta última, Moon Landrieu, se lamentaba de que los nativos eran los que menos apreciaban y vivían su prerrogativa de experimentarla. El referido alcalde comenzó a golpe de dólares, atracciones y otros incentivos a estimular el retorno especialmente de las jóvenes parejas al corazón de la ciudad antigua. Esta campaña tiene su eslogan o lema: «¡Esto es vivir: Nueva Orleans!». Es comprensible y arduo tener que vivir en las zonas de ciudades bellas, cargadas de historia, de arte, de reviviscencias de los sueños que acumulan, y el éxtasis que exigen en la misma vida cotidiana. Incluso la belleza, una imprecisa elegancia y un relativo silencio se hacen abrumadores, quizá más en Estados Unidos, que al fin y a la postre, no admite irse quedando en ar– queología, museo y renovada nostalgia. La placidez y el sosiego que mística y arte regalan no son pasiones arrebatadoras en estas ciudades. Lo cierto es que el alcalde, los jefes cívicos, y empresas como las de Cocacola, Popeye's, el Whitney Bank, Dixie Neer, Gaylord's y otras incontables firmas han puestos manos a la obra en el reencantamiento de lo sureño. En suma, Nueva Orleans es cada década una sombra nacarada de un ayer que no se ha ido. Nada se va del todo, si alguna vez fue bello. Tal ocurre en Nueva Orleans. Aquí, donde en las fiestas de Pascua, de Acción de Gracias y de Competiciones de la «Naranja» se pueden acumular, sin perder la armonía, humanidades permanentes de España, Francia, Africa, de todos los mares e islas del Sur y del Oeste, como en una generosa «boutique» de América. En sus calles persisten nombres de musas, como Melpomene, Terpsichore, Clio, Erato, Euterpe, Polimnia, y Calíope, y demás mitología renacentista. Hay en ello una pequeña excentricidad, no ajena al aire y gracia de Nueva Orleans. Flanqueando los muros laterales de la Catedral están los calle– jones: el del Pirata y el del Pere Antoine -P. Antonio de Sedella- para recordarnos que en sus épocas más movidas bullían los conflictos de diplomacias, intereses de coronas y rivalidades de franceses y espanoles. LA BUSQUEDA DE LA FELICIDAD Y LA DIVERSION Entre los derechos inalienables otorgados por el Creador a todos los hombres están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad. Esta última como felicidad absoluta es aspiración universal. La Declaración de Independencia se refiere a esa felicidad; que de inmediato exige que hay que dar a cada hombre los medios convenientes y necesarios para que la busque denodadametne y la alcance. Es la empresa y el gozo de perseguir y con– quistar el bienestar, el gozo y el divertimiento de vivir; fines inmediatos que no rehuyen la trascendencia de la bienaventuranza en cualquier situación, 713

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