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cielo. Me tocó decir la misa en el ábside, en el altar de Nuestra Señora. Comencé la misa solo. Usan el privilegio de decir misa sin acólito. Luego, se me acercó un señor, con un jersey de mangas cortas y con un aparato de sor– do al oído. Supuse que era algún arcángel venido de Brooklyn para mí, a mi Misa, es decir: a la única y total de Jesús. Aleluya. PROVINCIA Nueva York, ciudad compleja y sofisticada como ninguna, da ocasión fértil para advertir en ella algo que hace sospechar que el nervio de su nación y de sus gentes es un provincianismo de corte y enjundia greco– romanos. La impresión de sentirse observado suele ser más bien molesta. Si el Tío Sam no tuviera tan buen talante como tiene, es fácil que no se encontrara a gusto. Es objeto de observación por unos y por otros, bien por curiosidad o admiración, bien por rivalidades o resentimientos, según los credos e interés de cada uno. A fin de cuentas, es mirado con impertinencia por todos. Un periodista europeo decía sumariamente sobre los norteamericanos: «Son provincianos. No están a la altura de su misión.» La frase fue dicha sin desdén, puesto que partía del hecho de reconocer la misión que en este tiempo está reservada a Estados Unidos. Solo trataba de resaltar la supuesta diferencia entre la capitanía cultural y cívica de los viejos núcleos ciudadanos de Europa y la novedad jurídica, revolucionaria y entusiasta de la urbe americana. La frase del intelectual europeo podría cambiarse en acento de convicción y enhorabuena. Son provincianos. Por eso están a la altura de su misión. Porque resulta que es el provincianismo de Estados Unidos el que da la clave, provisoria, si se quiere, de la razón de su misión y de la garantía de que la va a cumplir. En su diccionario Webster, que sin actitudes definitorias asume la fun– ción de otros diccionarios de academias o de emisoras de radio, precisa unas cuantas acepciones a la palabra provincianismo, que no tiene por qué significar nada peyorativo. Estos sentidos son condiciones evidentes en el comportamiento general de los Estados Unidos. Interés, afecto y devoción a lo suyo; indiferencia, que para el americano es respeto, hacia lo que es ajeno, no familiar o sencillamente diverso; a la vez que vivencia espontánea de lo específico propio. Así es como los Estados Unidos son ellos mismos y son para los demás fuerza y aire campesinos. A Catón y a César les hubieran gustado este pro– vincianismo, tan perceptible en Nueva York y en Washington, como parece que lo era entre los romanos prepotentes que visitaban Atenas o Delfos, y los yanquis de hoy que peregrinan a Venecia o Pekin. El provincianismo americano exhibe formas mucho más visibles y espectaculares. Nada más grato que este testimonio inmediato Estados Unidos nos ofrece, sin aldeanismos cucos. Las multitudes endomingadas 69

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