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Evidencia de esta plenitud humana de Estados Unidos son sus dos razas más perceptibles. Negros y blancos conviven en una misma vida colec– tiva y fraterna donde los éxitos y los riesgos son compartidos y donde se progresa a diario en la solución de las diferencias; sí, casi insalvables diferencias, como el color mismo. Esta cuestión es importante en Norteamérica, como en todo el mundo, no sólo moral y jurídicamente, sino sobre todo, y diría, humanísticamente, como tema de riqueza humana, de panorama y de interpretación de la vida de nuestra especie. El que existamos y actuemos unos y otros, tan diversos, es necesariamente un dato de riqueza en el contenido total de la existencia humana. Sin caer en pintoresquismos, que, por otra parte hay que mencionar porque existen, los barrios donde viven hombres y mujeres de color ofrecen un ambiente muy personal, pero sin solución de continuidad con la vida blanca. Los alegres colores de los sucintos trajes de nifios y nifias, amarillo, rojo, verde y azul, con la abundancia de dulces malvas en sus mamás, así como la flexibilidad y el garbo de sus adolescentes, ellos y ellas, alcanzan a producir el efecto de un museo vivo y elástico, pintado y esculpido por un artista de nuevos espíritus y atletas. Anochecido, los rostros, brazos y piernas se adhieren al fondo del cielo, y los vestidos parecen flotar como en verbena fantástica de plegarias, farolillos y música. No es de extrafiar que la esbeltez de ébano, física y espiritual, vaya imponiendo al mundo de alguna manera su ritmo y su gim– nasia. Es confortable ver de improviso un nifio o una nifia blanca entre ellos. Salta un aire de amistad y de diferencia que nos hace asistir a lo que, si no fuera tan cotidiano y normal, tomaríamos por un milagro de luz y gracia. Cuando sobreviene un anciano moreno con su pelo vigoroso blanco, entonces se comprueba cómo ese halo de blancura le hace recuperar la juventud, esa juventud moldeable que nunca desaparece del todo en ellos. La integridad efectiva de la especie humana nos hace a todos modestamente necesarios y ornamentales por naturaleza y por gracia. Este triunfo de la vida se está verificando en Estados Unidos. Es un espíritu que actúa. Cualquier monja, cualquier genio, puede monologar aquí como un trapista de Nuestra Sefiora de Getsemaní, en Kentucky, cuyo lema es «God is my life» («Dios es mi vida»). La Encarnación cristiana, primicia y primado del universo, sigue realizándose en los hombres, mujeres, en todo lo demás y en la urbe robot. Cada ser humano es un mito reverenciable, gratuito y a mano. Hay que dar gracias al Omnipotente Padre de las criaturas que nos concede la oportunidad en cada autobús de Nueva York de hermanarnos con el mirar de cincuenta países. En San Patricio era un día cualquiera. En su sacristía zumbaban los ventiladores y los acondicionadores de aire. Por el inmenso templo, gentes no muy abundantes, con apariencia noble y normal, se esparcián por los bancos. En lo alto, las vidrieras parecían puertas un poco veladas hacia el 68

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