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tierra. Ante el enigma de la tierra salvaje que los recibía y el mar que los separaba de paisajes entrañables, ¿qué les podía sostener sino el Espíritu de Dios y su Gracia?, escribía William Bradford, a los pocos años de la arri– bada de los peregrinos a Plymouth. A la vez, revivían los sentimientos del Pueblo escogido. El puritanismo y el cuaquerismo encontraron en América su «tierra de Canaán, el refugio del Pueblo Escogido, el Jardín del Edén; un mundo de inocencia donde la humanidad podía partir de nuevo». Visión quizá más ideal y tan utópica como la española del «Dorado» y la Fuente de la Juven– tud, o de la Vida. Aspiraban a la fundación de una Mancomunidad de la Biblia en virtud de la Fe Reformada. Inglaterra quedaba atrás, y era Egipto. Serían el Israel del Nuevo Testamento, practicando la justicia, amando la misericordia y caminando en Dios, en comunicación familiar, con mansedumbre, cortesía, paciencia y liberalidad. Pero en definitiva, ¿cuál es la cosa que constituye la unicidad de la con– ciencia del americano? No lo es la unidad del interés ni del logro, ilusiones o fantasías imposibles; ni mucho menos la salvación y perpetuación en el nuevo mundo de formas de feudalismo, que estaban desapareciendo en el viejo continente. Aunque parcialmente los puritanos querían redimir el mundo; los asentadores de Virginia, anular la aristocracia campesina in– glesa; los cuáqueros, establecer para sí mismos la libertad de la adoración y crear un cielo donde también gozasen la misma libertad. Las sociedades se moldean de diversos elementos formales: unos inmediatamente iden– tificables y otros, oscuros y misteriosos. En el juego intervienen ideas y geografía, principios y paisaje, herencias, ambiente y propósitos for– mulados. Ciertamente hay que hablar de todo esto. Pero no hablamos sufi– cientemente de esas últimas visiones, profundas y energéticas que aspiran al sentido del universo, ni de esa relación que comprendemos bajo esta palabra, religión». La religión es la clave. De la convergencia de todas estas fuerzas físicas y mentales se formó lo conciencia americana, la contextura de lo que se acepta como «el hombre nuevo». En su estructura e imagen fue preeminente la fe reformada de la cristiandad protestante. El principio de este hombre nuevo está en la Reforma protestante misma de 1517, cuando Martin Lutero clavó sus noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia de Witemberg, Alemania. Si Lutero fue el originador y promotor, el activista de la Reforma «el más formidable teorizante» fue Juan Calvino. Lo fundamental fue el principio: salvación solo por la fe en Dios. El otro principio, significativo para el hombre nuevo del nuevo mun– do: el individuo, la persona es íntegramente responsable de su propia salvación. Así resultó en América sajona: una nueva manera de la relación del individuo, con lo Divino, con Dios y su Hijo Jesucristo. La respon– sabilidad del propio estado espiritual: «un individuo profundamente in– trospectivo y, a la vez, agresivo, militante activo». Y nota John Adams: «De esta manera se preservaban ellos, los americanos, y la posteridad del 689

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