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Nueva York es «un país» tan alto y profundo y con tal variedad de gente que la vida social no tiene demasiada importancia. Lo cual hace que cada uno se pueda sentir protagonista de algo, si quisiera. Pero tienen la elegancia de que no lo quieren ni les interesa. La vida de comunidad resulta así más abierta, uniformemente abierta a la vida exterior mecanizada. Todo el mundo participa, si no de las mismas ideas, sí de las mismas máquinas; y su vida está predeterminada por agentes de fuera que se han encargado de darlo todo hecho. La consecuencia es que nos hallamos en una ciudad totalmente civilizada que, por eso mismo de tenerlo todo magnéticamente calculado, permite el sosiego de la investigación, de la reflexión cultural, del recogimiento religioso y el vuelo libre de la fantasía, y el colmo: el éxtasis y la paz interior. Pero ahí están los escaparates y las puertas, con su frontera de aire acondicionado, de los grandes almacenes. Mientras puedan exhibirse y abrirse sin el recelo inmediato de una conflagración o de una crisis, esas puertas y escaparates serán la prueba de la estabilidad de un pueblo con– fiado por su misma situación de alerta. Se cultiva el buen gusto, sin refina– miento ni adoraciones. No ha parecido todavía oportuno aceptar los cánones de París o Florencia. Los grandes almacenes transforman su comunitarismo en paraíso para las amas de casa, es decir: para todos, hombres y mujeres, ya que todos nos sentimos un poco amas de casa al encontrarnos en sus pisos, sus escaleras rodantes, sus mostradores, atestados de los variados y útiles objetos de an– dar, vestir, comer, jugar, sofisticarse, sofiar y viajar: para todos los menesteres y ocios de la vida. Llama la atención el sector dedicado «al ahorro de espacio,» en estos tiempos de conquista del espacio. Es amable otro sector en el que sólo se venden alimentos, golosinas, huesos con música, ropas, juguetes, bisutería, joyas y objetos de tocador y cosmética para perros. Esta última circunstancia es la que redondea el hecho de que estos almacenes sean los centros más humanos de la existencia ciudadana. La atención a los animales siempre es indicio del respeto sagrado al hombre. También en la Quinta Avenida, junto a las magníficas tiendas, en la misma acera, puede verse «Dog-Bars.» Bares para perros. Pero he observado que aquí no sirven más que agua. Quizá no se les pueda echar huesos o carne ni alcohol. Por los parques y jardines, públicos o privados, he visto con frecuen– cia, y de trecho en trecho, casitas en las ramas de los árboles, comederos, bandejas y platos elevados a distintas alturas-algunas con– siderables-sobre varillas metálicas. Son casas para los pájaros: nidos, comida, bebida y provisión de materÍftl para sus domicilios. 67

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