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representar, que sus alumnos ensayan individualmente por la calle. En todo caso, nos recordaría a Machado: que el que habla solo, termina dialogando con Dios. Estados Unidos se impone por algo muy sutil, que produce ad– miración, recelo, emulación o solo desdén hacia lo que demasiado pronto se ofrece como excelente y natural. Acaso el presentimiento de que uno, si arriba allí «hecho» culturalmente, nunca formará parte de la gran cabalgata americana. Esas gentes se pasan la vida precipitándose de un sitio a otro, continua y rápidamente y por razones deleznables. Lo cual es también sofisticada civilización ascética. El americano está siempre en todas partes de paso, pero lo está del todo. De una artista musical europea que actuaba en Estados Unidos, decía Clark Gable: «Cuando ella está en cualquier parte, ella está ahí del todo.» Esta actitud de fuga bien afianzada la tiene el americano y también el que aquí llega. Quizás, porque en realidad todos los que pueblan este país han sido recién extranjeros y lo siguen siendo. Hay que resumir el atractivo de Nueva York en estas razones: Porque hace posible la soledad en el mayor aglomeramiento urbano; sin engola– miento artístico, ha hecho de la vida un arte accesible a todos, y desde luego una tragedia, que inesperadamente se consuela. Porque su libertad es algo más que una constitución; es un espíritu, una educación, un arte de vivir y es apenas vivir. Porque alberga todas las ciudadanías sin destruirlas y les concede una más, la americana, tan alta y profunda como sus rascacielos. Porque aquí todo es correcto, ya que todo es posible, y se ha eliminado el tormento y la tentación de lo inasequible. Porque sus minorías selectas desaparecen en la naturalidad juvenil de todos. Y porque los corazones pueden acercarse entre sí y a Dios en la atmósfera menos cargada de respetos humanos. Estos conceptos son utópicos, pero pueden tener el mérito de haber sido suscitados por Nueva York. Eso ocurre al habitar esta ciudad, de in– confundible calor humano y humanístico, y de un cielo dorado con el refle– jo de Broadway. Se encienden sus candilejas insubstanciales; y la urbe se penetra del roce de la vestidura de Cristo. Por aquí pasa El para confir– marse Dios y, a la vez, más fácil y más complicado hombre, en su eternidad. Las dimensiones colosales de la ciudad de Nueva York abarcan los cuatro puntos cardinales de la humanidad y de la ética, es decir, de su vida espiritual y de su barbarie humana. Es la ciudad que puede serlo «todo para todos los hombres,» incluyendo, desde luego, lo que de ella se dice: «Posee la organización gubernamental más corrompida del mundo.» Todo ello llega a parecer normal, por inabarcable. Su canon, su número áureo, sólo puede mantenerse en una conciencia de gigantes devotos. Por eso mismo es sosegante contemplar, en carteles en los que se ven las siluetas de algunos templos, el habitual saludo: «¡Bienvenido a Nueva York: la ciudad de las bellas iglesias!» Se agradece al saludo y la promesa que predispone a la bondad, al recogimiento y a la moderación. Sus 63

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