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cien mil formas de confesiones que pululan en los espíritus de estas gentes yanquis que solo coinciden, eso sí, concertadamente, en vivir su identidad diferencial con sinceridad, rigor y gozo de su actualidad. Un símbolo y ex– presión del papel de la religión en los Estados Unidos es su consideración como «una iglesia plantada en el desierto, en la vastedad»: un nuevo prin– cipio en una tierra nueva» por causa del Evangelio; «cristianos que dejaron Babilonia»; el espíritu que puede renovarse en las numerosas denomina– ciones evangelistas, utópicas, competitivas, sin desconcierto, como dentro de una vaga pero auténtica alianza y siempre con progresistas y conser– vadores, como si pretendieran hacer cada una de por sí su guerra y su paz con diferentes estrategias para conquistar el alma, la tierra y los cielos. En virtud del pluralismo competitivo e identificante de los grupos religiosos, esa misma diversidad voluntaria y consciente contribuye a superar y unir los sentimientos generalizados y comunes que sirven para in– tegrar la nación, la sociedad y la patria. Las autonomías religiosas pro– mueven e intensifican el acto de fe. La pertenencia y simplemente la adscrip– ción por influencia a la respectiva confesión es vínculo de unión tenaz, honroso y entraflable a la comunidad convocante: constituye un vivaz y pe– queflo mundo en su complejo de creencias, esperanzas que se muestran en colaboración, cariñ.o y biografía propia, individual y familiar. Todo lo cual no impide la abundancia de las «conversiones». El Viejo Mundo mira siempre con admiración, desdén y curiosidad los incansables movimientos espirituales de Norteamérica. Esta en realidad constituye una sociedad que siempre ha querido ser libre en sus posiciones religiosas, jurídicas o no, tradicionales o innovadoras. Es una sociedad ter– riblemente fluida en lo religioso, como en todo. Lo que si da muestras es de no resignarse nunca a ser una sociedad viva, del todo «secular», aunque sí en parte aconfesional, agnóstica, mundana, nunca sectaria. Es evidente que ningún ministro, predicador de creencias, fes, religiones, doctrinas esotéricas, culto, fervor o devoción es recibido con tanto respeto, atención y siempre con prosélitos como en este orbe yanqui. El Panteón Romano y el Areópago ateniense son rebasados en Estados Unidos en su proyección universal. Ni la tradición ni la novedad asustan. Todos se piensan legítimos herederos de sus tradiciones espirituales y corresponsales de toda novedad. De ahí que se hable de la «religión civil». En cierto grado practican y viven su civismo como una persuasión religioso-democrática, y popularizan su culto litúrgico, deportivo, de festival y esplendor lúdico en la solemnidad religiosa. Es este fenómeno representativo, actitud espiritual yanqui. De esta actitud han hecho en pocos añ.os -los de su historia- algo así como una tradición vieja y nueva siempre en marcha. Desde luego esta característica alcanza también al catolicismo romano. Como decía el pro– testante Josiah Strong (1902): «Hay dos tipos de cristiandad: la antigua y la más antigua.» 647
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