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al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa. (Juan 19: 25-27) Hacia las dos de la tarde del primer viernes santo, Jesús pronuncia la palabra «mujer». Se refiere a su madre María, para morir mejor salvando y embelleciendo el aire. Hacia las dos de la tarde. Disponía de ella. Iba a faltar El. Ella sin El; y El sin Ella. Se reconoce una vez más Hijo de Dios y de mujer: todo su amor. Lo agradece a su madre. Le preocupa su desvalidez. La encomienda a su discí– pulo y amigo predilecto, Juan. «¡Por favor, cuida de mi madre! Mujer, ahí tienes a tu hijo. ¡Gracias!» Jesús ha hablado como hombre absoluto y como hijo. ¡Pórtate como yo, Juan. Gracias. Jesús y Juan, como cada uno de nosotros, pueden repetir los presentimientos de Kipling, sobre la madre: Si yo fuera colgado en la colina más alta, ya sé qué amor me seguiría hasta allí. Si me hundieran en lo mas profundo del mar, madre, oh madre mía, ya sé qué lágrimas llegarían hasta mí. Y aunque fuera condenado en cuerpo y alma, madre, oh madre·mía, ya sé que plegarias y qué amor me salvarían. Amor, lágrimas y plegarias de aquella mujer. La palabra «mujer» quieta en el aire, dogma de fé y devoción del hijo. Mujer de Belén: entonces y allí, todo su universo, cercano y celestial para El, bebé del mundo.

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