BCCCAP00000000000000000000550

nales nos han acogido. Así sentí por primera vez a Nueva York. Los trámites son exactos e indiferentes. Han llegado unos bultos, digo, unos cuantos seres humanos, con los cuales hay que observar ciertas preven– ciones policiales, sanitarias y cuantitativas. Y ya pueden llevárselos a la ciudad. Mas, cada uno de esos seres trae una conciencia, un trance, una ilu– sión y un interés inmediato. Se ha convertido, de repente, en ciudadano no de América sino del mundo. Revivía impresiones recientes. La vista aérea de parte de Canadá, de Terranova y del Norte Oriental de Estados Unidos es espectáculo que asom– bra y deleita. Se nota la bravura del mar, amansado desde la altura; los grises y verdes oscuros de montañas y bosques que, para la meseta española serían un sueño; las grandes ensenadas y estuarios de los ríos que mantienen húmedas y fecundas las tierras; y las largas vías de comunicación que desembocan y rebasan las ciudades, abstractas desde el avión. Una mudez pasmosa asciende desde la tierra a la cabina donde uno viaja. Se siente uno un poco astronauta, y la tierra, nuestra fraternal y común tierra, tiene visos de luna y estrías de Marte. Se la ve envuelta en humedades y vapores de Venus. Pero ni Venus ni Marte gozan rostros humanos. En nuestro aire, todo se hace indiferente y puro. No hay nada que apasione. Estamos en la verdad. Los momentos de beatitud abundan, volando a esas alturas y a esa velocidad. La tierra, nuestra, tan familiar, se hace una esfera perfecta y furiosamente deseable. El mar es también bellísimo, pero participa un poco de la atrocidad del aire en el que vamos suspendidos. Al dejar España se veían las últimas playas de Galicia y sus rías y bosques antes de adentrarnos en el Atlántico. Una caña de pesca no creo que sea nunca más centro de poder y de salud que presentida desde un avión a reacción. El misterio sobre el mar, sobre las nubes y sobre el aire-se pueden ver distintas capas at– mosféricas de seductores colores---se llega a percibir en el ritmo y en la serenidad del vuelo, el paraíso. Algún tenue ruido inesperado, algún vaivén inoportuno, algo que suavemente cruje, seguramente por razones técnicas, nos reintegra al campo del riesgo, por lo menso subjetivo. Te sientes ten– tado a leer, a dormir, a sentirse bueno y generosos, a rezar y adorar, a hacer planes de ciencia de afecto, en cuanto desciendas del avión. Poco a poco te van brotando alas como de ángel y no tienes más que sacar la mano fuera, para coger una pequeña aureola y ponértela como un santo. Es una maravilla. ¡Pero cuidado! Estás en un sorprendente aparato, «terráqueo,» al fin y al cabo, y, por lo visto, a ciertas velocidades, el mismo metal es capaz de ponerse enfermo. Las idas y venidas de azafatas y camareros, así como de otros componentes de la tripulación, nos indican que nos movemos entre las humanas probabilidades de un hotel o de un barco. Aparte de los propios pensamientos y libros y el lujo de normalidad que supone ponerse a escribir en la mesita desplegable de que disponemos, mientras la taza de café, a nivel inconmovible, nos contempla como a seres superiores, la literatura que uno se encuentra en la bolsa-donde se halla también el recipiente aséptico para casos de emergencia en el 61

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz