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ahora», la vida habló a la muerte. Vino a decirme algo así: Tienes muchos amadores. Aun o también yo te amo. Los otros te aman, se aman a sí mismos o aman tu proximidad. Yo te amo a ti misma. Los demás ven en ti un belleza que se desvanece con los años. Yo veo en ti belleza que no desaparece y que en el otoño de días, no rehusará contemplarse en el espejo y no se ofenderá. Yo solo amo en ti lo invisible. Y me convertí en Miriam, solo Miriam de Magdala «una esclava en su Reino de Amor». Fue ella una idealización del amor de Jesús; pues el amor de Dios -el que El profesa- idealiza a los humanos y es el mayor poder creativo en la vida humana; esta es la gran conversión, Dios nos ama, nos idealiza y sublima, nos salva y posee. Igual: Mística. Es posible y real la reciprocidad práctica. Ahora Magdalena está pensativa. Tiene en su mano una corona de espinas. ¿La de Cristo o la de ella?. En todo caso es el precio de su conver– sión: recuerda al vivo lo que El pasó para redimir pecadores como ella. Re– suenan las palabras de El, enigmáticas como siempre de tanto sentido obvio a la primera: «Se le perdonan muchos pecados, porque amó mucho. Pues aquel a quien se perdona menos, menos ama». Mejor traducción de Nácar Colunga: «Por lo cual te digo que le son perdonados sus pecados, porque amó mucho. Pero a quien poco se le perdona, poco ama». (Luc. 8, 36-50). Es claro y lógico, como reconocía el fariseo. Sin embargo el enigma del amor de Maria, como el de todo amor, sigue siendo delicioso misterio. Lo cierto es que -parece- de ella dijo también Cristo cuando Judas y aún otros discípulos murmuraban del despilfarro del perfume de la esencia del nardo sobre los pies de Jesús, secados por los cabellos de la mujer María: «Déjala, lo tenía guardado para el día de mi sepultura». (Juan, 12, 7). La casa de Betania, de Lázaro, Marta y María aspiraba el perfume y compren– dió. Según San Mateo, Jesús había añadido: «Derramando este ungüento sobre mi cuerpo, me ha ungido para mi sepultura. En verdad os digo: donde quiera que sea predicado este evangelio, en todo el mundo, se hablará tam– bién de lo que ha hecho ésta para memoria suya». (Mat. 26, 6-13). Y otra vez la Madgalena hace lírica de su equivoco lleno de gracia y misericordia: «No sé cómo es mi amor, cómo le amo. ¿Qué hacer para con– moverle?. Realmente he cambiado. El me ha cambiado. Soy otra como me veo ahora a como me ví. No sé cómo aceptarle; y tengo que aceptarle. Es hombre, un hombre. ¿Como tantos otros que conocí?. No. Es igual y del todo diferente a la vez... como ... como Dios ... Le acometería, le gritaría, le lloraría, la hablaría de mi amor, de los amores que nunca volverán a ser. Pero sé que es amor y soy feliz, limpia y fuerte a la vez. ¿Seguiré así?. El tan en calma, tan libre del loco amor, tan muerto y tan resucitado, que sin pro– curar ser esquivo nunca se le aprehende. Unico amor que no es deleite, sino más: luz, felicidad constante». 623
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